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Publicado: 8 abril 2017 en Uncategorized
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He alimentado este blog durante ocho años, seis meses y 24 días. Son más de 660 crónicas, más de 270 autores.

—I’m pretty tired. I think I’ll go home now.

maxresdefault

Gracias.

Roberto Valencia

La filmación del Gran Premio de Alemania de 1957, la mejor carrera de todos los tiempos según los especialistas, es sobria en imagen, blanco y negro, pura compaginación, nada de efectos especiales, pero escandalosamente ruidosa porque los autos de Fórmula 1, estructuras cilíndricas carentes de cinturón de seguridad, suenan como aviones de la Segunda Guerra en el carreteo previo al despegue. Hacia el podio aceleran los pilotos, vestidos con zapatos y guantes de cuero, pantalón y remera de algodón, antiparras y casco de madera con interior de corcho, inflamables. Entre los veintitrés hay favoritos, como los ingleses Mike Hawthorn y Peter Collins, pero ninguno como el argentino Juan Manuel Fangio, que si gana este domingo 4 de agosto de 1957 en Nürburgring logrará una hazaña única en toda la historia del automovilismo: sumar su quinto título mundial, esta vez con Maserati, después de los de 1951 con Alfa Romeo, 1954 y 1955 con Mercedes-Benz, y 1956 con Lancia Ferrari. Fangio corre a la cabeza con su Maserati, el número uno pintado en blanco sobre el metal —rojo con una pestaña amarilla en la trompa—, cumpliendo cada vuelta de casi veintitrés kilómetros en poco más de nueve minutos, batiendo sus propios récords, haciendo lo que los demás no pueden.

Como un rayo, lo inesperado. Fangio, a quien todos llaman Chueco por sus piernas como paréntesis, levanta el pie del acelerador. Aminora la marcha para entrar en boxes cuando faltan diez vueltas para el final. Los mecánicos tardan cuarenta y cinco segundos en cambiar las ruedas y llenar el tanque, porque queda muy poco combustible debido a la estrategia del piloto: largar con medio tanque, puesto que a menor peso mayor velocidad. Fangio se cambia las antiparras antes de salir de nuevo a la pista y se ubica ahora en el tercer puesto. Delante de él se escapa la Ferrari de Collins y, en punta, la de Hawthorn que, al no haber pasado por boxes, está tan exigida que no rinde como debería. Faltan dos vueltas para el final y la situación no cambia. Ferrari, Ferrari, Maserati. Ferrari, Ferrari, Maserati.

Como un rayo, lo que todos esperan. Fangio pasa a Collins y, segundos después, a Hawthorn, a ambos por el interior de una curva a más de doscientos kilómetros por hora, y encara los últimos metros hacia la gloria durante los cuales piensa que nunca antes manejó así, decidido al riesgo máximo, a la misión suicida, y que nunca más volverá a hacerlo, porque ya tiene cuarenta y seis años, veinte más que varios de sus rivales, y el cuerpo es una obviedad: algo distinto de lo que era.

La acción dura dos segundos o menos y, como la cámara está lejos, se ve muy pequeña. Pasaría inadvertida si no fuera por el arrojo de una mujer de saco gris y gorro blanco que, mientras Fangio entra en boxes, corre con los brazos extendidos hacia el Maserati, todavía en movimiento, y toca al quíntuple campeón antes que nadie, le agarra la cara con ambas manos y lo besa, se besan, como si no hubiera nadie alrededor cuando, en verdad, todos se les van encima.

Los mecánicos llevan en andas a Fangio hasta el podio, donde lo esperan Collins y Hawthorn, quien al año siguiente, el 6 de julio de 1958, se tomará revancha al ganar en Reims el Gran Premio de Francia en el que el argentino se retirará del automovilismo con un cuarto puesto. El récord de cinco campeonatos será superado casi medio siglo más tarde, en 2003, por el alemán Michael Schumacher, quien incluso después de ganar un título más, llegar a los siete y convertirse así en el máximo campeón en la historia de la Fórmula 1, dirá que ni él ni nadie podrá jamás igualar a Fangio.

Los créditos iniciales del documental de 1976 Fangio. Una vita a 300 all’ora (Fangio. Una vida a 300 kilómetros por hora), del director inglés Hugh Hudson, no tienen el espíritu celebratorio de las imágenes del Gran Premio de Alemania de 1957 que se ven durante los primeros minutos, sino uno melancólico, el del otoño del ídolo. La cámara recorre una pared marrón de la que cuelgan decenas de fotos de Fangio —de niño, en muchas de sus doscientas carreras, ovacionado por multitudes, sonriendo con Juan Domingo Peró— y su familia —en especial una de su padre, Loreto, y otra de su madre, Herminia—, mientras suenan unos tristes violines italianos, indicio de que los Fangio, como especificará más tarde el relato en off a cargo del propio protagonista, llegaron a fines del siglo xix desde los Abruzos, región montañosa del centro de Italia que se extiende hasta el Adriático, para dedicarse al trabajo rural en Balcarce, un pueblo serrano de la provincia de Buenos Aires próximo al Atlántico.

En el documental aparecen luego más imágenes registradas por Hudson, ganador del Oscar con Carrozas de fuego, otra épica deportiva. Fangio, en el relato en off, con su acento campechano, dice que le gusta ir una vez al año a ese lugar en el que se lo ve ahora, un autódromo en el que está rodeado por cuatro niños que miran con admiración un viejo auto de carrera, para recordar sus años de juventud. Fangio tiene sesenta años o poco más al momento de filmar esa escena, a comienzos de los setenta. Una gorra de tela le cubre la cabeza calva, con una coronilla rubia oscura cada vez más gris, que a esa edad ya tiene salpicada de manchas marrones, una más grande que las demás debajo de la sien derecha. Son las de siempre la sonrisa ladeada y la mirada de dandy, los ojos verdes como uva blanca.

—Todos estos chiquilines no son ni mis hijos ni mis nietos. Son los pequeños hinchas que aún me quedan.

Fangio niega tener algún vínculo sanguíneo con esos chicos que se ven en pantalla. Y con cualquier otro. Hasta su muerte —el 17 de julio de 1995, a los ochenta y cuatro años— dirá que no se casó ni tuvo hijos por considerar incompatibles la vida de familia y la vida de piloto, tan cercana a la muerte.

Sin embargo, al momento del estreno de Fangio. Una vita a 300 all’ora, los hijos que el protagonista había concebido con distintas mujeres —una de ellas, la de saco gris y gorro blanco de los boxes de Nürburgring—, y a quienes nunca reconoció legalmente, ya eran hombres que, a su vez, tenían hijos.

Fangio y la mujer de saco gris y gorro blanco también aparecen besándose en una foto del Gran Premio de Alemania de 1957 publicada entonces en diarios y revistas de todo el mundo. Desde la izquierda del cuadro, un hombre de traje, gorra y anteojos observa cómo Fangio, con la corona de laureles sobre los hombros y una calvicie avanzada, se inclina para besar a la mujer que no se cae del podio porque la mano izquierda de un hombre que entra desde la parte inferior del cuadro la sostiene por los glúteos. Esa mujer, según los epígrafes, es Andrea Eromia Berruet, más conocida como Beba, la pareja de Fangio desde mediados de la década del treinta, cuando ella, de veintitantos años, estaba separada, pero no divorciada legalmente, de un hombre llamado Luis Alcides Espinosa, y Fangio era un mecánico de la misma edad que, siempre con autos prestados porque no tenía uno propio, iba de un pueblo a otro en busca de carreras en las que aprovechaba para hacerle publicidad al taller del que era propietario junto con otros socios en Balcarce, Fangio, Duffard y Cía.

Por aquellos años, aunque ya mostraba notables aptitudes para el manejo, Fangio sólo acumulaba fracasos. Salió tercero en su debut en las pistas, el 24 de octubre de 1936, en Benito Juárez, con un Ford A ‘29 que era, en realidad, un taxi. Con otro Ford A llegó tarde a su segunda carrera, en diciembre del mismo año, en González Chaves, pero igual se metió en el circuito, falta por la cual fue descalificado por los jueces. En la tercera, en 1937, en Balcarce, tuvo problemas tanto en la largada —arrancó la palanca de cambios del Buick que manejaba y la reemplazó por un destornillador— como en el transcurso de la competencia —que abandonó luego de chocar contra un puente, porque no era fácil conducir por caminos de tierra, la visión disminuida por la polvareda, con un destornillador por palanca de cambios—. Sí pudo terminar con un Ford V8, aunque en el séptimo puesto, su cuarta carrera, en Necochea, el 27 de marzo de 1938, cuando Beba Berruet encaraba los últimos días de un embarazo que concluiría el 6 de abril, en Balcarce, con el nacimiento de un niño al que la pareja llamaría Oscar Alcides, pero que no anotaría con el apellido Fangio ni Berruet, sino con el de Luis Alcides Espinosa.

***

—Me anotaron con el apellido Espinosa porque cuando nací mi mamá todavía no había hecho los papeles de divorcio, y eso que se había separado hacía bastante de Espinosa.

Oscar no ha heredado ningún rasgo físico de su madre, Beba Berruet, quien, según puede verse en fotos de varias carreras, era una mujer de baja estatura, cara redonda, sonrisa amplia, pelo y ojos oscuros, mirada chispeante.

—Cuando yo tenía diez años o menos, mi mamá se fue con mi papá a Europa y me dejó en Balcarce con la familia Espinosa, que es extraordinaria. En ese momento, según lo que se conversó, decidieron eso para no cortarme la escuela primaria, para que la terminara ahí con mis compañeros. Los Espinosa me criaron hasta que me vine a Mar del Plata, a la casa de mi abuela materna, para hacer el colegio secundario. En lo de mi abuela viví hasta que me casé.

A quien Oscar sí se parece, más aún a los setenta y ocho años, es a su padre, Fangio, el perfil romano, los ojos verdes, e incluso las manchas marrones en la cabeza calva que, de tan lustrosa, refleja la luz de la araña que cuelga del techo. El living de este chalet de la periferia de Mar del Plata, ciudad balnearia ubicada a unos setenta kilómetros de Balcarce, tiene una decoración clásica, las sillas tapizadas de pana, platos y fuentes de porcelana con escenas de la campiña en el bahiut, la mesa rectangular laqueada, con detalles de ebanistería, sobre la cual Oscar apoya las manos, también con manchas marrones.

—Mi mamá acompañó a mi viejo durante toda su carrera en Europa. Hasta cocinaba para los corredores en los autódromos. Cuando en 1952 mi viejo chocó en Monza y estuvo internado como cuatro meses en Italia, la que no se movió de al lado de la cama para cuidarlo fue mi vieja. Yo me encontraba con ellos cuando volvían de Europa para pasar las vacaciones de verano o para correr en Buenos Aires. Quizás hubiera sido mejor tenerlos más cerca de chico. No lo voy a negar.

***

Siempre que Fangio y Beba Berruet estaban en la Argentina, Oscar cambiaba la cotidianidad de Mar del Plata, la casa de su abuela materna, el fútbol con amigos y el colegio secundario industrial del cual egresaría como técnico mecánico, por la del hijo de un ídolo deportivo que aparecía en las portadas de revistas como Life y Paris Match, y eso era poco en comparación con los elogios y homenajes que recibía de papas y reyes, de Pío XII y Jorge VI de Inglaterra, de Pablo VI y Rainiero de Mónaco; su fama era tal que sobre él los medios publicaban incluso estudios astrológicos (“Es un hombre llamado a los grandes destinos, según lo anuncian en su vida los dioses astrales —escribió Xul Solar, destacado artista plástico y estudioso de la astrología, en 1950, un año antes de que Fangio ganase su primer título de Fórmula 1—. Por un lado, aparecen los éxitos y la suerte, y por el otro, un descontento hasta consigo mismo, manifestándose a veces solitario con ciertos tintes de frialdad”).

Gran parte de las temporadas de padre, madre e hijo transcurrían en Buenos Aires. El tiempo se repartía entre los compromisos sociales y los paseos por la ciudad, especialmente por la costanera, a lo largo de la cual se encontraban los carritos de venta de carne a la parrilla en los que tanto le gustaba cenar a Fangio, lejos del centro, de los autógrafos y los flashes. Distinta era la rutina cuando estaba próximo el Gran Premio de la Argentina y los días transcurrían en el autódromo. Oscar se divertía lo mismo, o más, porque era fanático de las carreras, y en los boxes, durante los entrenamientos y las clasificaciones, pasaba el rato con el argentino Froilán González y otros pilotos destacados de Fórmula 1, todos amigos de su padre. Oscar los escuchaba conversar sobre los autos y en una ocasión, como nunca antes, sobre el clima. Fue en enero de 1955, durante el verano del año del fuego, como lo llamaron los meteorólogos. Desde hacía semanas la temperatura no bajaba de los cuarenta grados y los organizadores del Gran Premio amagaron con suspenderlo por temor a una insolación masiva. Cuando se decidió seguir adelante, los equipos comenzaron a pensar cómo prevenir los golpes de calor. Se pensó en ropa liviana. Se pensó en paradas técnicas para tomar agua, aunque esos pocos segundos fuera de pista podían costar caros. Se pensó incluso en verduras… en realidad, Fangio pensó en eso pocos días antes de la carrera, una mañana en su departamento porteño, mientras Beba Berruet cocinaba el almuerzo. Como Oscar andaba por ahí sin hacer nada, el padre lo mandó a la verdulería de la esquina a comprar un repollo. Para una ensalada, pensó Oscar, e hizo rápidamente el mandado. Fangio agarró la esfera gomosa y, en lugar de cortarla y condimentarla, despegó algunas hojas, las puso dentro de su casco y se lo calzó. Oscar miraba sin entender hasta que su padre le explicó que las hojas carnosas servirían para aislar el calor. Y así fue como Fangio ganó el Gran Premio de Argentina de 1955, en el que muchos pilotos abandonaron por insolación, y todo por tener un repollo en la cabeza.

Cuando en Buenos Aires no quedaba más por hacer, los tres se iban de vacaciones a Mar del Plata, y Oscar, de a poco, volvía a lo cotidiano. Allí pasaban los días en la playa, Beba charlando al sol con alguna amiga, el padre jugando al fútbol con el hijo y sus amigos. A Fangio le gustaba descansar en ese lugar porque además estaba cerca de Balcarce, cerca de la famiglia.

Los Fangio vivían sobre la calle Trece en una casa que ocupaba un cuarto de manzana y en la que el adjetivo amplio podía aplicarse a cada uno de sus espacios: living, comedor, cuatro habitaciones, parque y huerta al fondo, quincho y, como se decía en Balcarce, la cocina del pueblo, porque todos pasaban a saludar —y a comer un tentempié— por ese lugar en el que cada vez que había una reunión familiar, de las muchas a las que fue Oscar con su padre y su madre, las mujeres pasaban gran parte del día preparando desayunos, almuerzos, meriendas y cenas para veinte o treinta personas, mientras los chicos atendían sus juegos y los hombres los suyos, las cartas, las bochas, siempre con los vasos llenos de vermut o vino.

Una de esas reuniones familiares —en la que no está Oscar— se muestra en la película Fangio. Una vita a 300 all’ora. Ahí están, un mediodía soleado en el parque, Loreto Fangio, un albañil llegado de los Abruzos a los siete años, y Herminia Déramo, una ama de casa argentina hija de inmigrantes de esa misma región, ambos octogenarios, con algunos de sus seis hijos, como Toto —casi nadie lo llamaba Rubén— y Juan Manuel. En esas reuniones, según cuenta Fangio en el relato en off, Herminia desempolvaba viejas fotos y Loreto contaba historias de la miseria en Italia, de sus primeros años en la Argentina y de la bonanza que llegó con su oficio de frentista artístico, del cual estaba orgulloso. Cada vez que pasaba por una de sus obras junto a sus hijos, Loreto la señalaba con la mano, moviendo los dedos como si tocara el relieve de los frisos y los ornatos, y los niños escuchaban “este frente lo hice yo”.

Como lo que Loreto decía era tan cierto como una pared, sus hijos registraban cada historia con el mismo nivel de detalle con el que la repetirían en el futuro. Así lo hizo Fangio en un libro que escribió con el periodista argentino Roberto Carozzo, Fangio. Cuando el hombre es más que el mito: “Y aquélla otra anécdota, de cuando mi padre tenía más o menos quince años. Caminando se iba de la quinta para el lado del cerro, donde se hacían bailes. Él estaba medio entreverado con la hija del que lo organizaba. Y la madre siempre al lado de la puerta, con un silbato y el machete colgando cerca de la salida, por si acaso se armaba. Él fue a sacar a la chica y bailó unas piezas. Pero después vino un cajetilla de la ciudad y la segunda vez ya no quiso salir. Dos veces se lo hizo. A la tercera campaneó si la vieja estaba cerca o lejos de la puerta… La vieja se había corrido un poco. Entonces fue a sacar a bailar a la hija. Con la negativa, le contestó: ‘¡Ajá, estás cansada para bailar conmigo y no para bailar con ese otro!’ Y detrás de la última palabra partió el cachetazo, dio media vuelta y salió quemando por la puerta. La vieja no alcanzó a taparle la salida, así que salió a correrlo, tocando el pito… ¡Qué iba a alcanzarlo!”.

—Mis abuelos toda la vida supieron que yo era su nieto —dice Oscar—. La abuela era más reservada, más cortante. El abuelo, en cambio, era más suelto, más abierto para hablar de cualquier cosa. Ellos y el resto de la familia no tenían buen feeling con mi mamá, porque mi viejo había tenido una novia que era de una familia bien de Balcarce y había dejado todo para irse con mi vieja, que estaba separada de su marido. Igual la atendían bien cuando íbamos porque mi viejo era don Corleone: lo que él decía, se hacía.

No sólo Fangio tenía un carácter fortísimo, según Oscar. También Beba Berruet. Ambos se demostraban afecto con la misma intensidad con que se peleaban y eso erosionó la relación a tal punto que, a comienzos de los sesenta, cuando ya estaban de nuevo en la Argentina, decidieron separarse después de estar juntos casi treinta años. Oscar, que tenía poco más de veinte, continuó viviendo con una tía en la casa de su abuela materna, quien había muerto. No se mudó con su padre ni con su madre. Ya le faltaba poco para hacer el servicio militar y, luego, independizarse.

—A mi vieja le gustaba que se hiciera todo como ella decía. Igual que a mi viejo, que encima no te daba la razón ni aunque la tuvieras. De todas maneras, yo pienso que mi viejo tuvo suerte de tener a mi vieja cuando ganó los campeonatos del mundo, porque ella le cuidaba el entorno para que no se metieran en vicios y cosas raras.

Se abre la puerta que conecta el living con el resto de la casa y aparece Norma, la esposa de Oscar, con café. Norma, negros los zapatos, el pantalón y el pulóver, blanco el pelo, claros los ojos, apoya la bandeja sobre la mesa y, sonriente, le dice a su marido que recuerde que debe llevarla al supermercado antes de que cierre, y para eso no falta mucho porque ya son como las seis de la tarde y encima es invierno y oscurece temprano. Él le responde que sí, que por supuesto, que más tarde la lleva, y Norma, sonriente, se va y cierra tras de sí la puerta.

***

Al terminar el servicio militar, Oscar entró a trabajar en la concesionaria Mercedes-Benz Fangio S.A. que su padre, ya retirado del automovilismo, tenía en Mar del Plata con los mismos socios del taller de Balcarce, que eran distintos de los socios de Buenos Aires, con los que tenía otra concesionaria y otros negocios. Oscar trabajaba como mecánico y cobraba como tal. No tenía beneficio alguno ni en la concesionaria ni en las pistas, porque entonces ya corría en karting.

Al año siguiente de ganar el campeonato marplatense de karting, en 1963, Oscar pasó a correr en Turismo Carretera, la principal categoría del automovilismo argentino, con el nombre Cacho Espinosa, aunque él quería usar su apellido real, Fangio, pero no podía porque eso no era lo que decía su documento. Como Cacho Espinosa corrió hasta 1965, año en que se consagró subcampeón en la clase B de Turismo Carretera.

En 1966, cuando tuvo la oportunidad de competir en Fórmula 3 en Europa, le pidió a su padre que resolviera el aspecto legal del vínculo, porque lo único que había hecho hasta entonces había sido solicitar a mediados de los cincuenta su adopción, trámite que abandonó al poco tiempo sin dar explicaciones; Beba Berruet tampoco se las debe haber pedido, según Oscar. Fangio le respondió a éste que lo único que podía hacer era pedirle a un juez que agregara el apellido en su documento. El coronel que debía firmar el documento por orden del juez —porque entonces, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, ciertos trámites se hacían en los regimientos militares— le dijo a Oscar: “¿Por qué usted tiene dos apellidos paternos?, este documento no es válido, yo no le tendría que firmar nada”, pero igual firmó y el nombre completo pasó a ser Oscar Alcides Espinosa Fangio. Viajó y, como en Europa corría como Cacho Fangio, en una de las carreras de Fórmula 3 se armó gran revuelo porque también competía el hijo del italiano Alberto Ascari, campeón de Fórmula 1 en 1952 y 1953, y los diarios habían anticipado el acontecimiento con títulos como “Se enfrentan los hijos de dos grandes campeones”.

***

—Corrí en Inglaterra, Italia y Mónaco, pero a los pocos meses me volví porque no se daban los resultados y estaba sin plata —dice Oscar—. Mi viejo me fue a ver a algunas carreras, en Europa y en Turismo Carretera. Yo me enteraba después porque me contaban otros. Él nunca me decía nada y yo tampoco le preguntaba. Con mi mamá tampoco hablaba de ninguna de mis cosas. Yo quería hacer mis cosas solo.

Norma abre la puerta del living, se asoma para recordarle que deben ir al supermercado porque ya son las ocho de la noche, y luego la cierra.

—Cuando volví a la Argentina, seguí trabajando durante un tiempo en la concesionaria y corriendo en otras categorías nacionales —sigue Oscar, apurando su taza de café—. En ese momento le pedí a mi viejo solucionar de verdad el problema del apellido, porque lo de sumarme su apellido había sido un parche. Quedamos en que si un día me casaba y tenía hijos, él me iba a reconocer legalmente así sólo me quedaba mi apellido verdadero, Fangio. Con Norma nos casamos en 1967, tuvimos tres hijas y mi viejo nunca quiso arreglar lo del apellido, porque él y su abogado decían que no se podía. Así que tuve que inscribir a mis tres hijas como Espinosa Fangio.

A lo largo de las últimas oraciones, el decir de Oscar se ha fatigado.

—Es el día de hoy que no sé por qué mi viejo nunca hizo las cosas bien conmigo y no me reconoció como debía. Pero eso es personal y hay que separarlo de lo que es mi viejo como ídolo. Él, en lo deportivo, fue excepcional, el mejor. Pero tuvo fallas de este lado —se toca, a la altura del pecho, el pulóver marrón—. Tuvo fallas conmigo, con Rubén y con Juan. Mi viejo no se hizo cargo de nada con nosotros.

Norma aparece de nuevo, esta vez, lista para salir. Se ha puesto una campera negra, y tiene la cartera en una mano y la campera de cuero marrón de su marido en la otra.

—La primera vez que lo vi a Rubén fue en una entrevista que le hacían en la televisión, y él decía que era hijo de Fangio —sigue Oscar—. Yo me quedé duro y le dije a ella —señala a su esposa— “Norma, tengo un hermano”. Si yo soy parecido a mi viejo, Rubén aún más; es el clon de mi viejo, nada más que un poco más alto. Yo siempre quise tener hermanos, y recién a esta edad me aparecen dos hermanos menores.

—Bueno —dice Norma, sonriente—, me lo tengo que llevar porque es mío —y le alcanza la campera a Oscar, que se pone de pie.

Los mismos ojos verdes. La misma sonrisa ladeada. La misma coronilla blanca. Las mismas manchas marrones en las manos y en la cabeza calva, incluso la misma, más grande que las demás, debajo de la sien derecha.

—No saber quién era yo fue una carga grande que tuve durante muchos años y me ha llevado a estar depresivo.

Rubén no sólo se ve como Fangio, también se oye como él, el mismo modo campechano, el mismo timbre —en leve sordina— sobre el fondo de martillos neumáticos que, afuera, rompen las calles del centro porteño. Está en una oficina de paredes blancas con escritorios cubiertos de carpetas y papeles, en el estudio de su abogado.

—Yo nunca estuve metido en juicios ni nada por el estilo, pero todo esto del ADN y el juicio de filiación era algo que tenía que hacer para sentirme mejor. No es fácil llevar un apellido que no es el tuyo. No es fácil no saber quién sos.

Tal como dice Oscar, Rubén es el clon de Fangio a los setenta y cuatro años.

***

Rubén lleva el apellido Vázquez desde su nacimiento en Balcarce, el 25 de junio de 1942, un día después de que Fangio hubiera cumplido treinta y un años. La madre de Rubén, Catalina Basili, estaba casada con Pedro Vázquez, un mecánico ferroviario que trabajaba en el taller de la estación de trenes de Balcarce al cual, después de cada carrera, Fangio llevaba su auto para limpiar el motor con el vapor de alguna locomotora, que era lo único que removía el aceite y el barro del metal hasta dejarlo brillante. Los mecánicos le daban permiso y lo ayudaban gustosos porque el piloto, campeón de Turismo Carretera en 1940 y 1941, era ya el orgullo del pueblo.

Pedro Vázquez tenía cierta confianza con Fangio y en algún momento le preguntó si podía darle trabajo en el taller Fangio, Duffard y Cía. a su hijo mayor, Ricardo. Con doce años, Ricardo entró a trabajar como ayudante. En sus tareas estaba una tarde en la que le pidieron que destapara el radiador de un auto que debía repararse. Él fue, se paró sobre el paragolpes delantero y, con un trapo, agarró la tapa del radiador. Un cuarto de giro alcanzó para que la tapa saliera disparada. Ricardo saltó hacia atrás para esquivarla, pero el chorro le empapó el mameluco. Los mecánicos reaccionaron ante los gritos y le descubrieron el torso para que el agua hirviente no lo siguiera quemando. Fangio lo llevó luego a su casa. Llamó a la puerta y salió Catalina Basili, pelo oscuro, carnes blancas, que tenía poco más de treinta años, aunque se veía mayor con el delantal sobre el vestido por debajo de la rodilla. Tras revisar la quemadura de Ricardo, que no era grave, la mujer agradeció a Fangio, y le ofreció mate y una porción de la torta que había sacado del horno poco antes de su llegada. El encuentro, que duró un par de horas, fue el primero de varios que, a diferencia de aquel, serían secretos; Catalina Basili estaba casada y con dos hijos, y Fangio en pareja con Beba Berruet y con un hijo, Oscar. Buena parte del pueblo sabía y hablaba de la relación, que terminó cuando Catalina Basili quedó embarazada.

Seis meses después del nacimiento de Rubén, Pedro Vázquez y su familia se mudaron a Maipú. Allí se bautizó al bebé el 24 de junio de 1943. La madrina fue una de las hermanas de Catalina Basili y el padrino Fangio, aunque no fue a la ceremonia, quizá porque ese día celebraba su cumpleaños, y mandó a un representante; tampoco fue Pedro Vázquez, quien había dado su apellido a Rubén, porque, según se dijo entonces, en el ferrocarril no le habían dado el día libre. En ese momento se comentó que Fangio había aceptado el compromiso por ser amigo de los Vázquez. En el futuro serían otros los comentarios. Por ejemplo, que Fangio fue obligado por los familiares de Catalina Basili a hacerse cargo, aunque más no fuera, del padrinazgo de su hijo.

En los años siguientes, debido al trabajo de Pedro en el ferrocarril, los Vázquez vivieron en Mar del Plata y otras ciudades antes de radicarse a mediados de los cincuenta en Cañuelas, trescientos cincuenta kilómetros al norte de Balcarce. La familia vivía en un chalet de un barrio obrero de Cañuelas en el que no se hablaba de Fangio, ni como familiar ni como deportista, porque allí tampoco se escuchaban las transmisiones radiales de sus carreras ni se compraban revistas de automovilismo para seguir al detalle su campaña en la Fórmula 1. Rubén sabía quién era su padrino, pero el mutismo que había en torno a él lo volvía más lejano, más inalcanzable de lo que ya era: un hombre que cenaba con la realeza, que asistía a fiestas del jet set europeo. Rubén no tenía posibilidad ni tampoco intenciones de conocerlo porque no le gustaban las carreras, sino el fútbol —siempre fue hincha del River— y los bailes que se hacían en el club Estudiantes, en uno de los cuales conoció a una chica llamada Ercilia con la que se pondría de novio y luego, en 1967, terminaría casándose.

Para sostener a su familia, Rubén mantuvo tres empleos durante casi treinta años. Por la mañana en el ferrocarril —del que se retiró durante la primera mitad de los noventa—, por la tarde en diversos trabajos temporarios —por ejemplo, en una fábrica de casillas rodantes— y los fines de semana como mozo en bares y restaurantes. Ercilia, además de encargarse de los quehaceres domésticos, trabajaba fuera de la casa porque el dinero apenas alcanzaba para alimentar, vestir y hacer estudiar a sus tres hijos. Cuando estos se independizaron, Rubén comenzó a trabajar como recepcionista en un hotel de Cañuelas, cuyo dueño conocía a otro empresario hotelero de Pinamar, ciudad balnearia cercana a Mar del Plata. A fines de 1994, el hotelero de Pinamar le preguntó a su colega de Cañuelas si le permitía contratar a Rubén para que trabajara con él durante el verano de 1995. Todos estuvieron de acuerdo.

Un día, en la recepción del hotel de Pinamar, una mujer se desmayó y Rubén llamó por teléfono a un médico. Cuando la mujer volvió en sí y se relajó la tensión, el médico reparó en Rubén. Lo miró y le dijo:

—Qué parecido a Fangio que es usted.
—Le digo más —intervino el dueño del hotel, que estaba atento a la recuperación de su clienta—: Rubén es de Balcarce y es ahijado de Fangio.
—¡Ah, bueno! —le respondió el médico y luego miró de nuevo a Rubén—. El día que usted se haga un ADN se va a llevar una sorpresa.

En ese momento, Rubén no le dio importancia al comentario. Ya le habían dicho cosas como esa muchas veces. En los días siguientes, sin embargo, el recuerdo recurrente de ese episodio azuzó al pasado. Y el pasado embistió. Rubén se veía deprimido: cuando volvía de sus trabajos, pasaba mucho tiempo en la cama y eran pocas las veces que se sentía con ánimo para reunirse con amigos y familiares, algo que desde siempre había hecho con entusiasmo. Cada vez que Rubén le decía a Ercilia que no sabía por qué ese episodio lo había dejado en un estado de tristeza tan profundo, ella le respondía que debía pedir ayuda a un psicólogo. La situación, con altibajos, se prolongó hasta 2005, cuando el hijo mayor de Rubén le dijo que no podía seguir así, que debía hablar con su madre para sacarse todas las dudas y que debía hacerlo rápido, porque Catalina Basili tenía ya noventa y seis años.

Rubén visitaba a diario a su madre, que vivía sola desde la muerte de Pedro Vázquez, en 1975. En una de esas visitas, se animó a decirle que necesitaba saber quién era su padre porque todos mencionaban su parecido con Fangio. Le contó el episodio del hotel de Pinamar. Catalina Basili le respondió que siempre hubo personas que se parecieron a otras y que eso no significaba nada. Al día siguiente, Rubén insistió y le dijo que ya tenía pensado hacerse un estudio de ADN con su hermano Ricardo para saber si tenían el mismo padre. Entonces, Catalina Basili le contó de aquella tarde en la que Ricardo se había quemado el pecho con un radiador mientras trabajaba en el taller de Fangio.

—Mi mamá era una hija de italianos muy dura. Yo no tengo tantos buenos recuerdos de ella, como sí los tengo de mi padre. Mi viejo era pura bondad, era un tipo extraordinario… no se merecía una situación así.

Rubén llama padre o viejo a Pedro Vázquez. Afuera del estudio jurídico, los martillos neumáticos siguen arando el pavimento.

—Fue bravo hablar con mi mamá de todo esto. También debe haber sido bravo para ella. Ella me contó muchas cosas, por ejemplo, por qué me pusieron Rubén Juan: Rubén por el hermano menor del Chueco y Juan… por razones obvias.

Rubén no llama padre o viejo a Fangio, sino Chueco, Juan o Juan Manuel.

—Yo nunca juzgué a mi madre, pero la relación con ella no siguió igual. De todas maneras, yo la acompañé hasta que murió en 2012, tenía ciento tres años. A mí me quedaron muchas dudas, como si mi padre sabía toda la verdad. Son dudas que siempre voy a tener, aunque algunas las fui aclarando. Me acuerdo que antes de empezar con el juicio de filiación fui a visitar a mis primos, los hijos de la hermana de mi mamá, les conté lo que estaba por hacer y ellos me dijeron “nosotros siempre supimos quién era tu padre, pero mamá nos hizo prometer que nunca dijéramos nada”.

Mira su reloj y se disculpa: son las cuatro de la tarde y debe retirarse. Dentro de dos horas se transmitirá por televisión un partido del River y ese es el tiempo que necesita para viajar de Buenos Aires a Cañuelas, primero en subterráneo hasta la terminal de trenes de Constitución y de ahí a su casa. De camino a la salida, mientras se acomoda la campera de gamuza y la boina negra, se detiene frente a una foto de Perón que hay en una repisa y, sonriendo, le dice “buenas tardes, general”.

***

En una vereda del centro de Mar del Plata, bajo el techo de la entrada de un edificio de líneas funcionales, protegiéndose de la llovizna helada, espera Oscar, zapatos, pantalón, campera y boina en diferentes tonos de marrón. Mira hacia ambas esquinas y saluda con la mano a un hombre canoso, bajo y fornido, que viste casi igual y avanza hacia él cubriéndose con un paraguas blanco y azul que tiene dibujos borrosos de autos de carrera.

—Ahí viene Juan, mi otro hermano —dice Oscar, y lo saluda con un abrazo.

A diferencia de Oscar y Rubén, Juan, de setenta años, no tiene ningún parecido con Fangio. Sus ojos son marrones, tiene la cabellera corta y frondosa ordenada por una raya al costado. Entran en el edificio, suben hasta el estudio del abogado de ambos y se sientan en una pequeña sala de reuniones a través de cuya ventana, desde la que puede verse la plaza del otro lado de la calle, entra una masa de luz grisácea.

—Nosotros nos conocemos hace muchos años —dice Oscar—. Juan andaba siempre con el hermano menor de mi papá, el tío Toto.
—Yo vivía con mi mamá y con mi abuela en Balcarce, todavía vivo ahí, pero iba siempre al taller de Toto porque él armaba autos de carrera —dice Juan—. Y a mí desde chiquito me gustaron los autos, los motores. Hice el secundario en una escuela técnica y después, cuando me recibí de ingeniero agrónomo, hice una maestría en Inglaterra y un doctorado en Estados Unidos sobre maquinaria agrícola.
—En Balcarce era vox populi que él —Oscar señala a Juan— era hijo de Toto, así que en algún momento llegué a pensar que era mi primo. Con los años sumamos conocidos en común, compartimos asados, carreras y nos fuimos haciendo amigos. Nos vemos muy seguido porque vivimos cerca. Con Rubén nos vemos un poco menos porque Cañuelas está más lejos. Hasta ahora una sola vez nos juntamos los tres, un fin de semana en una cabaña en Tandil, que nos queda a todos a mitad de camino. Fue muy emocionante. Conversamos muchísimo, cada uno de su historia.
—Mi historia es muy distinta a la de Oscar, él sí tuvo relación con nuestro padre. Yo nací el 6 de junio de 1945. Como ya estaba separada de Juan Manuel, mi vieja me anotó con su apellido, porque se llama Susana Rodríguez. Ella me contó que Toto, a pedido de Juan, la había ayudado a comprar las cosas que se necesitaban para mi nacimiento.
—¿Y por qué Toto, sabiendo todo esto, nunca me dijo “Oscar, Juan es tu hermano”?
—Creo que no nos dijo nada porque se imaginaba que nosotros sabíamos. Toto siempre me dijo que yo era hijo de Juan Manuel, y así me presentaba ante los demás en cualquier situación.

Tres abogados y una abogada son parte del asunto.

Miguel Pierri, en representación de Rubén. Apenas tomó el caso, en 2005, solicitó la exhumación del cadáver de Fangio, enterrado en el cementerio de Balcarce, del cual debían tomarse las muestras para el análisis comparativo de ADN. “Y así comenzó una batalla de años —dice Pierri—. Primero fue la Fundación Museo del Automovilismo Juan Manuel Fangio la que nos puso todo tipo de obstáculos. Y luego enfrentamos un bloqueo pertinaz de parte de la familia Fangio a través de Ethel, una sobrina que vivió muchos años con él y lo cuidó hasta que murió. Ethel, que ya falleció, nos tomó como enemigos. Después de la lucha procesal, el juez autorizó que se hiciera la exhumación el 7 de agosto de 2015”. Los peritos obtuvieron la muestra del ADN de Fangio y la cotejaron no sólo con la de Rubén, sino con la de Oscar, quien se había sumado al pedido de exhumación. El resultado del análisis de Oscar se hizo público cuatro meses después, en diciembre de 2015, y el de Rubén en febrero de de 2016. Para ambos fue el mismo: hijo de Juan Manuel Fangio con el 99.9% de certeza. (Según el análisis que Juan se hizo luego con Oscar y Rubén, los tres son hermanos por línea paterna con el 97.4% de certeza.) “Lo que uno debería preguntarse después de conocer esos resultados evidentes es por qué la Fundación y la familia Fangio se opusieron tanto a que nosotros siguiéramos adelante con la exhumación. Tanto unos como otros dispusieron de todos los bienes de Juan Manuel, y se hicieron cargo de desarrollos inmobiliarios y del manejo de la marca Fangio”. Con la imagen y el apellido Fangio se venden y han vendido exclusivas líneas de ropa masculina, vinos de exportación, ediciones limitadas de relojes TAG Heuer, un combustible premium de la petrolera argentina YPF llamado Fangio XXI, las trescientas cincuenta Ferraris de colección de la serie The Fangio fabricadas por la firma italiana para celebrar su septuagésimo aniversario, y vehículos Mercedes-Benz, empresa que tiene al quíntuple campeón como uno de los pilares de su imagen corporativa; incluso su fábrica en la ciudad bonaerense de Virrey del Pino se llama Centro Industrial Juan Manuel Fangio. Ese inventario, que ya vale millones, es incompleto, según Pierri, y por eso se está realizando una auditoría que permita determinar con exactitud a cuánto asciende la herencia de Fangio que, tras su muerte, pasó a sus hermanos y sobrinos, ante la inexistencia de hijos reconocidos legalmente. “La fortuna de Fangio podría ascender a los cincuenta millones de dólares o más, porque además de las propiedades y los campos hay negocios en marcha. Sabemos que YPF pagó unos diez millones de dólares que se repartieron entre la Fundación y la familia. Puede ser que haya habido ocultamiento de bienes que, mediante supuestas ventas y subastas, se hayan transferido a supuestos terceros compradores. Hay gente que deberá dar cuenta por sus actos”.

Erika Hooft, en representación de los cuatro sobrinos de Fangio que viven entre Balcarce y Mar del Plata, los mismos que, junto a Ethel, se opusieron a la exhumación porque, según la abogada, temían que las imágenes del cadáver fueran difundidas con morbo en los medios, algo que, finalmente, no ocurrió. “Una cosa es la exhumación y todo lo que tiene que ver con el derecho a la identidad, y otra muy distinta es la cuestión patrimonial —dice Hooft—. Según me han dicho mis clientes, Fangio se gastó todo su dinero en tratamientos médicos, y luego donó lo que le quedaba, autos, trofeos, medallas, al municipio de Balcarce para que se exhibiera en el Museo. El uso de la marca Fangio es administrado, en gran medida, por la Fundación, con la que mis representados tienen buen vínculo, si bien no la integran activamente. De todos modos, entiendo que haya un reclamo por los bienes. Si yo fuese la abogada de los hijos de Fangio, ya estaría trabajando para aclarar la cuestión patrimonial. Cuando hay plata de por medio, uno pelea hasta sacarse los ojos para defender lo que considera propio”.

Oscar Scarcella, en representación de Oscar y Juan. “No sabemos si Fangio fue cediendo todos sus bienes en vida o si los dejó a nombre de distintas sociedades. También hay que tener en cuenta los dividendos que genera la marca Fangio, que la están usufructuando el Museo y los familiares de Juan Manuel. A menos que se demuestre lo contrario, los familiares han actuado legítimamente porque no había otros herederos reconocidos. Pero una cosa es la legitimidad de un derecho y otra cosa es la buena fe con la que puede ejercerse. Y yo creo que los familiares de Fangio no han procedido de buena fe, porque saben de la existencia de Oscar desde siempre, capaz que de Rubén y Juan también, y lo único que han hecho es poner trabas procesales, incluso negando la historia de Oscar, que fue pública”.

Christian Verdier, en representación de sí mismo, en tanto sobrino nieto de Fangio, y fundador y gerente de Los Templarios srl, la sociedad que comercializa la marca Fangio para cualquier tipo de producto, excepto los autos y otros vehículos, área de negocios que le pertenece a Mercedes-Benz Argentina, y los tractores, porque Fangio alguna vez autorizó a un conocido suyo a fabricarlos y venderlos con su nombre, aunque hasta el momento no lo ha hecho . “De Oscar sí sabíamos porque Juan Manuel tuvo una relación de muchos años con Beba, pero de Rubén y Juan nunca escuchamos nada —dice el abogado—. La verdad es que Juan Manuel y sus hermanos salían de joda todo el tiempo cuando eran jóvenes, y tenían mucho éxito con las mujeres. Juan Manuel siempre tuvo su harén”. Lo primero que debe quedar claro respecto del patrimonio de Fangio, según él, es que los ídolos deportivos de los cincuenta no ganaban lo mismo que Messi en la actualidad. “Juan Manuel ganó fortunas, por supuesto, pero durante los últimos años de su vida invirtió todo en la enfermedad renal crónica que lo llevó a la muerte. Con Los Templarios siempre actuamos en conjunto con la gente del Museo. Participamos del proyecto de la nafta Fangio XXI, por ejemplo, pero la que cobraba era la Fundación. Ahora la marca está desactivada… Perdón… En realidad, no está desactivada porque se está construyendo en Balcarce un hotel con el nombre Fangio, también con la Fundación”.

***

El proyecto no consiste solamente en la construcción de un hotel en Balcarce, según anunció públicamente la Fundación Fangio, sino en el desarrollo y gestión por treinta años de una cadena de cuarenta y cuatro hoteles en la Argentina y otros países, el primero de los cuales se está levantando desde 2013 en esa ciudad de casas bajas en cuyo ingreso hay emplazada una escultura de Fangio al volante de La Flecha de Plata, como se conoce el Mercedes-Benz con que ganó dos campeonatos de Fórmula 1, hecha con discos de arado.

A pocas cuadras del hotel en construcción, frente a la plaza principal, se encuentra el Museo del Automovilismo Juan Manuel Fangio, que ocupa el edificio de un cuarto de manzana en el que funcionó a comienzos del siglo XX la municipalidad. Hasta las mañanas de días laborables el lugar es visitado por turistas que lo recorren para fotografiar las medallas, los trofeos y las condecoraciones exhibidas en vitrinas, y la colección de medio centenar de autos, entre originales y réplicas, que está distribuida entre la planta baja y las ocho bandejas a las que se accede mediante una rampa helicoidal. Autos negros, blancos, amarillos, rojos, celestes, verdes, naranjas, de varias formas y marcas, los que Juan Manuel Fangio, el héroe argentino —como se lee en carteles y folletos— usó en su vida diaria y aquellos con los que compitió, también los de carrera que la Fundación recibió como donaciones de parte de Ayrton Senna, Alain Prost y otras figuras del automovilismo mundial.

—Balcarce explotó turísticamente cuando se abrió el Museo, en 1986 —dice Antonio Mandiola, presidente de la Fundación desde 1998, en el bar de la planta baja.

Fuma, aunque en el lugar esté prohibido, y el humo le envuelve la cara, el bigote y el pelo entrecanos.

—El sueño de Fangio era que, para aprovechar el impulso del Museo, el grupo de gente de la Fundación formara una empresa que fuera redituable para sus integrantes y también para la economía del pueblo.

En ese sentido, explica, se desarrolla el proyecto hotelero, que es gestionado por la firma Fangio Épos, de la que son parte la Fundación, una empresa inmobiliaria de Balcarce y otros socios particulares. Fangio Épos administra también una estancia en el circuito de turismo rural, un bar y un restaurante. Con el dinero de esos emprendimientos y el de las entradas se mantiene el Museo, como en otro momento se sustentó con lo que la Fundación cobraba por la nafta Fangio XXI o las ediciones especiales de TAG Heuer que, según Mandiola, fueron idea suya.

—Nosotros no somos titulares de la marca, pero sí tenemos responsabilidad en su cuidado y en su uso. Ahora, con el tema de los hijos que le han aparecido a Juan Manuel, se están diciendo muchas cosas. Ellos y sus abogados han dicho que nosotros pusimos trabas para que se hiciera la exhumación, que nosotros hacemos negocios. Nosotros no tenemos problemas con nadie y evitamos la polémica. De hecho, a Cacho lo conocemos de siempre y ha venido infinidad de veces al Museo. De Rubén nunca jamás habíamos escuchado nada, así que nos tomó por sorpresa cuando lo vimos en los medios. Lo de Juancito también nos sorprendió, pero la diferencia es que a él lo conocemos desde hace años porque es de Balcarce y estaba todo el día con Toto. El comentario que corría acá era que Juancito era hijo de Toto.

Los juicios de filiación, según Mandiola, no afectaron en nada la imagen de Fangio, no modificaron en absoluto lo que él representa en el ideario argentino: “modelo de hombre”, “arquetipo de valores espirituales como fe, tenacidad, valentía, inteligencia, aguante y espíritu de observación”, “alguien que ha visto la vida y sobre todo la muerte demasiado de cerca y demasiadas veces, que ha alcanzado esa ataraxia de los sabios que han meditado sobre la fragilidad del triunfo y sobre la vanidad de las coronas de laurel”, como escribió Ernesto Sábato en un artículo publicado en marzo de 1973, pocos días después de que Fangio hubiera sido declarado ciudadano ilustre de Buenos Aires junto al Nobel de Química Luis Federico Leloir y Jorge Luis Borges; el texto está reproducido en una pared del Museo próxima al bar.

—Alguna que otra mujer sí me dijo que se le había caído un ídolo —dice Mandiola—. Y recalco que fueron mujeres porque tienen sentimientos distintos respecto de lo que es la paternidad, de lo que son los hijos, y no saben del valor que tiene la trayectoria deportiva de Fangio en todo el mundo. Fangio era un exitoso y tenía todo a favor para poder salir con las mujeres que quisiera.

Se acerca un hombre que se presenta como uno de los siete integrantes de la Fundación y le dice a Mandiola “acá te dejo tus llaves”, mientras apoya sobre la mesa las llaves de un Mercedes.

Juan mira la pantalla, que cambia con cada click del mouse. Andrea, su esposa, menuda, rubia y de ojos celestes, entra en el living, grande, con revestimientos de piedra laja beige y ventanas al parque del fondo. Lo ve encorvado sobre la mesa de la computadora y le pregunta qué busca, antes de perderse en otro cuarto. En voz alta, para que Andrea pueda escucharlo, Juan dice “una foto” y, segundos después, “acá está”.

Delante de una pared de ladrillos a la vista conversan cuatro hombres, a cuyos lados se ven los medios cuerpos de otros dos, mientras al frente de todos ellos, sentados a una mesa sobre la que hay un vaso de agua, una fuente con pan y una servilleta, posan, de izquierda a derecha, Fangio, Toto y Juan, quien, con una sonrisa recta, mira a Toto abrazar por el hombro a Fangio.

—Esta foto se sacó a principios de los noventa en el quincho de la casa de los Fangio —dice Juan—. Debe haber sido una de las últimas veces que Juan Manuel vino a Balcarce. Esta es la única foto que tengo con él… y está Toto en el medio. Yo estuve con Juan Manuel en muchos de los asados que hacía acá, en su casa de Balcarce. Charlamos de un montón de temas, pero nunca salía la cuestión de la paternidad. Sinceramente, nunca tuve dudas sobre mi identidad porque siempre supe quién era mi padre. De chiquito mi madre me dijo que yo era hijo de Fangio. Ella me contó que tenía quince años cuando tuvo una relación corta con él, que en ese entonces tenía treinta y tres. Cuando nací, mi vieja tenía dieciséis recién cumplidos.

Susana Rodríguez, la madre, tiene ahora ochenta y siete años y vive cerca de esta casa. Justo en el momento en que Juan ofrece conocerla, Andrea aparece y le dice que a esta hora, las tres de la tarde, seguro está durmiendo la siesta. Entonces, Juan dice que mejor será en otro momento, no porque a Susana le afecte hablar de Fangio, de hecho tiene un buen recuerdo de él, sino porque es mejor dejarla descansar.

***

Desde el parque donde se encuentra la parrilla, el césped corto, las plantas cuidadas, los frutos maduros del naranjo, llega un aroma apetitoso que se mete dentro de la cocina, un ambiente pequeño en el que Rubén y Ercilia toman mate mientras esperan que, como casi todos los sábados, lleguen familiares para almorzar.

Ercilia luce bastante delgada en su jogging marrón y, aunque tiene un año menos que su marido, setenta y tres, se le ven pocas canas en el pelo —teñido de— castaño. Dice que los únicos lujos de esta casa baja de frente amarillo, cercana a la estación de trenes de Cañuelas, son los servicios de internet y televisión por cable, que las jubilaciones de ambos no alcanzan para mucho, pero que tampoco se lamentan por eso porque siempre se han arreglado con lo justo.

—Cuando nos casamos, yo quería entrar en la fábrica de Mercedes-Benz que está acá cerca, en Virrey del Pino, porque pagaban mucho mejor que en el ferrocarril —dice Rubén—. Entonces fui a ver a Fangio a su concesionaria de Buenos Aires para pedirle una carta de recomendación. Yo pensaba que, como era mi padrino, me iba a ayudar. Me saludó pero no me preguntó nada. Le pidió a un secretario que me escribiera la carta y me fui. Esa fue la única vez que lo vi. Llevé la carta a Mercedes-Benz, contento como perro con dos colas, pero nunca me llamaron.

Fangio, según Rubén, debe haber dado la orden de que no lo contrataran para evitar las sospechas que seguro habrían surgido a raíz del innegable parecido físico entre ambos. Tenía el poder para hacerlo porque era uno de los principales concesionarios del país. De hecho, pocos años después de ese encuentro, en 1974, fue nombrado presidente de Mercedes-Benz Argentina.

—Yo no entraba en la fábrica y veía que todo el tiempo contrataban gente, hasta conocidos míos. Ahí siempre trabajó medio Cañuelas. Algunos de los desaparecidos de la Mercedes-Benz eran de acá. Uno de ellos se llamaba Esteban Reimer y era el marido de una amiga mía de la escuela primaria, María Luján Reimer, Maruca.

Entre 1976 y 1977, los primeros años de la última dictadura argentina, fueron perseguidos por su actividad política y sindical al menos veinte obreros de Mercedes-Benz, quince de los cuales, entre ellos Esteban Reimer, continúan desaparecidos. Según el informe Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad, publicado en 2015 por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos argentino, “existen pruebas e indicios que muestran las distintas formas en que Mercedes-Benz se involucró en los crímenes de lesa humanidad cometidos contra los trabajadores”, por ejemplo, facilitándoles a los perseguidores los legajos de sus empleados. Sin embargo, Fangio, la máxima autoridad de la filial local en aquellos años —y hasta 1987—, murió sin ser investigado por el Poder Judicial.

Fangio nunca hablaba públicamente de ese tema ni de ningún otro vinculado a la política, salvo cuando aclaraba que no era peronista, a pesar de que muchos creyeran que sí lo era porque Perón, en 1949, había otorgado fondos al Automóvil Club Argentino para que comprara dos Ferraris para el equipo de pilotos que participaba de competencias internacionales en representación del país. En verdad, Fangio era conservador y, en nombre de ese partido, fue fiscal y presidente de mesa en varias de las elecciones que el conservadurismo ganó hasta mediados de los cuarenta en todo el país mediante fraude durante la –por tal motivo llamada– Década Infame. Rubén, en cambio, sí es peronista, y es uno de esos peronistas que, además de saludar retratos de Perón, exhiben en alguna parte de su casa una foto de Evita, en este caso en la tapa de un pequeño libro que está junto a la computadora.

–Ese librito se publicó cuando murió Evita —dice Rubén—. Era de mi viejo… Vázquez. Él era tan peronista que hasta le decíamos Pocho, como le decían a Perón.

Golpean la puerta de entrada. Ercilia se levanta para atender y manda a Rubén, pantalón de jogging gris, buzo negro y boina blanca, a controlar el asado, “para qué te pusiste, si no, la ropa de asador”. A Ercilia le toma unos veinte pasos salir de la cocina, atravesar el comedor, el living, y llegar al picaporte. Quienes acaban de llegar son Ricardo Vázquez, hermano de Rubén por línea materna, y su hijo. En el juego de las diferencias sería difícil marcar siete entre Ricardo Vázquez y Rubén porque las que hay entre ellos superan por mucho ese número. Alcanza con saber que Ricardo Vázquez tiene los ojos marrones, la piel mate y, a sus ochenta y siete años, algo de pelo para peinar. Se sienta a la cabecera de la mesa del comedor, con las manos apoyadas en su bastón. Viste un chaleco de tela polar y una remera marrón de mangas cortas que le permiten lucir los tatuajes azulados, ya difusos, que tiene en sus antebrazos y que se hizo cuando visitó varios países como suboficial de la Marina, no muchos años después de que hubiera trabajado como ayudante en el taller Fangio, Duffard y Cía., donde, recuerda, una tarde se quemó el pecho con un radiador.

Golpean la puerta una, dos, tres veces y ya son doce los comensales. Ercilia se apura a tender la mesa porque Rubén ya sacó la carne de la parrilla. Despliega un mantel de tela escocesa verde y blanca, e inmediatamente después de haber visto un agujero en el centro lo retira con movimiento de mago. Regresa de la cocina con otro mantel de la misma tela, lo despliega y pone encima la vajilla, el pan, el vino, las ensaladas. La carne llega con Rubén. Todos mantienen viva una conversación que pasa de la política al fútbol y luego al tema que capta la atención por mayor cantidad de tiempo, la familia.

El mantel es el tablero sobre el cual Rubén, mientras conversa, juega con las migas de pan. Las barre con las yemas de los dedos hasta juntar un pequeño puñado que luego acomoda, alternadamente, en cuadrados blancos y cuadrados verdes. Es un movimiento lento que se vuelve rápido, errático, cuando la charla se concentra en Fangio y Catalina Basili, y todos tienen algo para decir. Ricardo, que siempre sospechó que su hermano era hijo de Fangio. Una de las hijas de Rubén, que su abuela le dijo que había callado por vergüenza y por miedo. Ercilia, que la familia nunca culpó a Catalina Basili por los momentos difíciles que vivió Rubén, pero sí a Fangio.

—Por más mal que haya actuado —interrumpe Rubén—, no se puede hablar mal del Chueco, no se puede destruir a un ídolo. Todos tenemos grandezas y miserias… aunque es fuerte decir miserias. Digamos flaquezas. Todos tenemos grandezas y flaquezas.

Vuelve la mirada hacia las migas y las mueve de un cuadrado verde a otro blanco.

Fue debido a un acontecimiento inesperado que Oscar terminó acompañando a Fangio en su última actuación memorable en el automovilismo, en las 84 Horas de Nürburgring, de 1969.

En esa época, Oscar ya no trabajaba en la concesionaria Fangio S.A. de Mar del Plata; tenía en esa ciudad un taller en el que, cuando no estaba reparando el auto de un cliente, preparaba sus coches de carrera. Mantenía una relación cordial pero distante con su padre, que vivía en Buenos Aires dedicado a los negocios, aunque en el último tiempo estaba también abocado a la dirección deportiva de La Misión Argentina que correría en Nürburgring, el circuito en el que doce años antes había ganado su quinto título. Con él a la cabeza, todo estuvo listo a tiempo. Sin embargo, cuando faltaban pocas semanas para viajar a Alemania, se retiraron del equipo dos de los diez pilotos. Fangio convocó entonces a Oscar para ocupar una de las vacantes.

—Había muchos pilotos a los que podrían haber llamado, pero Froilán, que era un tipazo, hizo que me llamaran a mí —dice Oscar—. Para mí era un compromiso muy grande porque había que ir a hacer buena letra.

Durante el mes previo a la competencia, cuenta entusiasmado, el equipo recorrió a diario el circuito alemán para estudiar las pendientes, los tramos de cornisa, las ciento setenta y dos curvas, siempre bajo las órdenes de Fangio, que compartió con todos el método con el que había ganado allí en 1957: aprender el camino por etapas de dos o tres kilómetros, con árboles, postes, lomadas y alambrados como referencias, para así saber dónde obtener ventajas. En la carrera, de todos modos, se despistaron dos de los tres Renault Torino de La Misión Argentina y el tercero quedó en el puesto número cuatro —en ninguno de los casos mientras Oscar estuvo al volante—, aunque había dado más vueltas que ningún otro coche y, por ende, era el ganador; los jueces le descontaron puntos porque el escape hacía mucho ruido y se pasaba del límite de sonoridad. Fangio protestó, manteniendo siempre los buenos modales.

Más allá del resultado, dice Oscar, integrar La Misión Argentina fue uno de los máximos logros de su carrera como piloto, de la que se retiró a comienzos de los ochenta, tras cerrar su taller, para concentrarse en mantener a su familia, primero con un negocio de ropa y luego, hasta su jubilación, al frente de una agencia de lotería que había heredado su esposa, Norma.

—Corrí unas setenta carreras, pero subí poco al podio. Debo haber ganado unas tres carreras o por ahí. A mí me costó mucho llegar a correr. Yo lo que quería era algún día andar entre los cinco primeros.

Desapareció de la voz de Oscar el entusiasmo con el que suele hablar de su pasado como piloto.

—Cuando vos corrés y sos el hijo de, piensan que sos igual. Pero no se pueden hacer comparaciones. Mi viejo es como un Messi, como un Maradona, uno de esos que nace cada tanto. Yo corría para aprender y todos me buscaban más defectos que al resto porque pensaban que estaba corriendo con el caballo del comisario, que iba a ganar seguro. Por eso yo decía “cuando pueda andar entre los cinco primeros voy a estar contento”. Y cuando llegué a andar entre los cinco primeros, cuando estaba andando más o menos bien, tuve que dejar el automovilismo porque no tenía los medios económicos. Me costó dejar porque era lo que ansiaba.

A Oscar ni se le pasó por la cabeza pedirle ayuda a su padre para seguir corriendo. Eso habría implicado que mantuvieran una conversación, algo que, si bien nunca habían hecho a menudo, no hacían en absoluto desde mediados de los setenta.

***

Enfrentados en la doble página, Fangio a la izquierda y Oscar a la derecha, tienen un parecido evidente, más allá de que, en las fotos, el padre tenga sesenta y largos, y el hijo, casi cuarenta. Sobre la cabeza de Fangio se leen la volanta “Juan Manuel ya no reconoce a Cacho” y el título “¿Qué pasó entre Fangio y su hijo?” de la nota publicada en diciembre de 1977 en la revista argentina La Semana.

Los periodistas han viajado a Mar del Plata para buscar a Oscar. Cuando lo encuentran en la puerta de su chalet y le preguntan “¿Qué pasa con tu padre?”, Oscar responde “con mi padre no pasa nada”. Luego se distiende y explica que insiste en pedirle que resuelva la cuestión del apellido porque no quiere que sus hijas vivan el drama que a él lo ha marcado desde su nacimiento. “Es una cuota de crueldad que quisiera ahorrarles”.

De regreso en Buenos Aires, los periodistas entrevistan a Fangio en una de sus oficinas. Al principio todo es sonrisas con el recuerdo de las victorias del pasado. Pero cuando le preguntan “¿Qué significa Oscar en su vida?”, él se queda en silencio. “Demuda el rostro. Los ojos se le endurecen repentinamente” y responde:

—De eso no quiero hablar.
—¿Por qué?
—Es mi vida privada, y de eso no quiero hablar.
—¿Cacho Fangio es su hijo?
—Le reitero. Perdóneme. Pero ese es un tema privado, y no quiero hablar nada.

A esa altura de la charla, Fangio “no puede controlar su nerviosismo”. Tiene “el rostro transfigurado” y mueve constantemente sus manos, “ágiles y expresivas cuando hablaba de automovilismo”, que ahora, sin embargo, le tiemblan.

—Mi mamá nunca se metió en todo esto del apellido, ni antes ni después de separarse de mi viejo. Ella vivía su vida y yo la mía. Igual me la traje a Mar del Plata cuando ya estaba mayor, y acá murió en 2013.

Oscar tiene las manos cruzadas, los dedos entrelazados, rígidos, sobre la tabla de la mesa.

—Cuando mi hija mayor tenía cuatro o cinco años, eso debe haber sido en 1973, lo fui a ver a mi viejo a su oficina para arreglar de una vez las cosas. Yo le dije “de tu dinero no quiero nada, hacé testamento, regalá todo, hacé lo que quieras, yo lo que quiero es que me arregles la parte moral, la del apellido, que es lo que corresponde”. Y él… me dijo… “para que arreglemos todo y te deje sólo mi apellido vos tenés que hacer mérito”.

Oscar se mira las manos, se las aprieta hasta que los nudillos parecen de nácar cuando dice mérito.

—Le dejé de hablar por muchos años. En 1994 nos cruzamos en un homenaje que nos hizo Presidencia de la Nación por los veinticinco años de las 84 Horas de Nürburgring, pero sólo nos dimos la mano. Recién volvimos a hablar en 1995. Lo fui a ver a su casa de Buenos Aires porque sabía que estaba muy delicado. Le conté que mis hijas estaban en la universidad y él se puso muy contento. Ni hablamos del tema del apellido. Me pidió que fuera a verlo de nuevo y lo vi entusiasmado con eso. Volví pero mi prima Ethel me hizo atender por una mucama que no me dejó entrar y me dijo que mi viejo estaba internado. Y era mentira porque mi viejo estaba ahí, en la cama. No volví a verlo.

Un silencio profundo permite oír con nitidez cómo, del otro lado de la puerta del living, juegan Norma y uno de sus nietos.

Derek nació en Ilobasco, lo asesinaron en Milán.

Todos nacemos y morimos en algún lugar. Es ley de vida. Si la primera frase de esta crónica está reservada para datos en apariencia triviales es porque de seguro no lo son. Y no lo son porque el asesinato del joven Derek, en junio de 2013, desencadenó una serie de acontecimientos que crearon un hilo invisible y mágico entre las dos ciudades: la salvadoreña que lo vio nacer y la italiana que lo vio morir.

La de Derek es una historia de mareros, de incertidumbres y de muerte. Pero también lo es de esperanza, de fe y de humanismo. Condensa lo mejor y lo peor del género humano.

“Toñito ha dimostrato che il popolo salvadoregno è un grande popolo”, dirá dentro de cuatro horas la madre de Derek, Maddalena, ante unos 200 adolescentes del Instituto Nacional de Ilobasco. Ella prefiere llamarlo como lo llamaba cuando era un niño: Toñito.

Eso será a las 4 de la tarde, y todavía falta media hora para las 12. A Maddalena y Enzo, 60 y 63 años de edad, los padres adoptivos de Derek, acaban de traerlos a Ilobasco desde San Salvador en un Yaris blanco. Salen del carro y entran presurosos en la iglesia de El Calvario, en el barrio homónimo. Maddalena carga en sus brazos una maceta con una planta, comprada en un vivero sobre la carretera que viene de San Rafael Cedros.

La iglesia está vacía y fresca, envuelta en el silencio enigmático propio de los templos. Es un pabellón rectangular con paredes de ladrillo, techo falso y suelo embaldosado. Modesta pero acogedora.

Maddalena y Enzo conocen. Estuvieron acá hace tres años. De un solo caminan hacia el costado izquierdo. No muy lejos de la entrada principal, bajo una ventana, hay una vistosa placa en memoria de Derek. Es del tamaño de un televisor de 30 pulgadas, con una fotografía del joven. Sonríe con picardía. Su gesto es el de alguien que quiere comerse el mundo.

“Con tanta tristeza llevamos el recuerdo de ti a tu tierra de origen”, dice un fragmento del texto de la placa, que trajeron desde Milán.

Maddalena besa la foto de su hijo. Coloca la maceta con cariño en el suelo y la gira hasta que cree tener la aprobación de Derek. Luego abre su bolsón y de una cajita saca dos mariposas azuladas. Enzo mira el ritual en silencio. Maddalena pega las mariposas sobre la placa, cerca del rostro de su Toñito, con una especie de crema adhesiva. Luego se voltea con un gesto mínimo de satisfacción.

—Las hizo una amiga y me pidió que las pusiera –dice, aunque lo dice en italiano; ni ella ni Enzo hablan español.

Para estar más cerca de Derek, Maddalena se sienta sobre la parte de la banca que se usa para arrodillarse. Lo mira. Lo toca. Lo besa. Comienza a llorar.

***

Edenilson Antonio Durán Mincolelli nació en Ilobasco el 18 de noviembre de 1989, el mes en el que la guerrilla lanzó la ofensiva ‘Hasta el tope’, dos días después de que la Fuerza Armada masacró a los jesuitas en la UCA.

La guerra lo convirtió en un huérfano más. Unas monjas se hicieron cargo, lo llevaron a Guatemala, y lograron que lo adoptara una entusiasta pareja de Sesto San Giovanni, una populosa ciudad del área metropolitana de Milán. Antes de cumplir los 4 años, Edenilson Antonio ya era italiano. Mincolelli es el apellido de Enzo. Lo de Derek vino después y es más informal, una especie de sobrenombre exitoso que el propio joven eligió.

Maddalena y Enzo son gente religiosa y sencilla, trabajadores. Respetaron el apellido salvadoreño de su hijo, Durán, y no hicieron el más mínimo esfuerzo por ocultarle sus orígenes. Todo lo contrario. El Salvador siempre estuvo presente en el hogar de los Mincolelli.

Estimaciones conservadoras cifran en más de 40,000 los salvadoreños radicados en Milán y alrededores. Fuera de América, es la comunidad más numerosa y organizada. Al adolescente Toñito primero y al joven Derek después siempre les fascinó todo lo relacionado con su país de origen. Viajar para conocerlo devino casi una obsesión. Así las cosas, apenas logró cierta independencia juvenil, no le costó comenzar a relacionarse con migrantes salvadoreños o con los hijos de los que en los ochenta y noventa cruzaron el océano Atlántico.

Enzo definió a Derek como un salvadoreño con mentalidad de italiano; alguien enamorado de todo lo que rezumara salvadoreñidad, de todo, aunque ni siquiera hablaba español. Maddalena lo presentó como un joven de corazón noble, pero cándido: “Toñito amaba rodearse de amigos, pero no sabía distinguir que hay personas buenas y malas; para él todos eran amigos”.

Como parte del plan de ‘salvadoreñización’, Derek comenzó a salir con jóvenes que resultaron ser activos de la Mara Salvatrucha-13. Para 2013 esta pandilla acumulaba ya cinco o seis años tejiendo una red adepatada a la realidad de Milán, con jóvenes salvadoreños como materia prima básica. La MS-13 –también la 18– se había convertido ya en una de las preocupaciones de Sección de Criminalidad Extranjera de la Polizia di Stato, la división policial creada en 2005 para tratar de neutralizar la actividad creciente de las bandas latinas.

Derek desapareció en la noche del 29 al 30 de junio de 2013. Tenía 23 años. Al drama de la desaparición le sucedieron dos semanas de búsqueda e incertidumbre. En Italia, país diez veces más poblado que El Salvador pero poco habituado a este tipo de expresiones de violencia, el caso se coló con fuerza en la agenda informativa y acaparó el interés de la ciudadanía.

Hasta el 15 de julio no se tuvo certeza de su muerte. Un cadáver había aparecido el 3 de julio en un canal de agua de los suburbios, en el municipio de Pessano con Bornago, pero su estado de descomposición era tal que se creyó que era un hombre de unos 40 años y no se relacionó con Derek hasta la sentencia del ADN.

A Derek murió de un golpe violento en la nuca. Luego lo llevaron hasta el canal de Villoresi y lo tiraron. Los expertos en pandillas de la Polizia di Stato dieron máxima prioridad al caso e interrogaron a los jóvenes con los que había compartido las últimas horas, casi todos emeeses salvadoreños. La Sección de Criminalidad Extranjera se volcó, pero nunca logró determinar con precisión judicial quién o quiénes asesinaron a Derek. Nadie ha sido enjuiciado aún. Sobre los motivos, todo es pura especulación: que si lo mataron por negarse a cumplir alguna misión de la pandilla, que si tenía deudas por drogas, que si…

La misa funeral se celebró la tarde del 19 de julio en la iglesia Santa María Auxiliadora de Sesto San Giovanni, llena hasta la bandera. Maddalena: “Unas mil personas con distintos tonos de piel, de religiones diversas, jóvenes punk, roqueros, metaleros… diferentes entre ellos, pero todos con la misma tristeza en el corazón”.

Ese mismo día lo enterraron, en Italia.

Pero Maddalena y Enzo quisieron que una parte de Derek regresara a El Salvador. Y lo consiguieron.

***

Comienza a llorar Maddalena en El Calvario. Da un último giro a la maceta, para que sean menos las hojas que tapen la placa. Enzo, más mesurado, se sienta frente a su esposa. Se esfuerza por contener las lágrimas, pero fracasa. Han pasado casi cuatro años desde el asesinato, pero es evidente que todavía no han superado la pérdida de Derek.

—Il mio Toñito è un angelo –susurra Maddalena–. Un vero angelo!

A Derek nunca le sedujo estudiar, mucho menos la universidad. Aprendió electricidad. Con 16 años trabajaba y ganaba para sus gastos, algo que suena usual en El Salvador, pero que en Italia resulta casi subversivo. Cuando cumplió los 18, él mismo se pagó la licencia de manejo y compró su propio carro. Discotequeaba. Se tomaba sus tragos. Le iba muy bien con las chicas.

Sus padres hablan de él con orgullo desmedido.

La Polizia di Stato nunca dio con los responsables, pero los investigadores ataron los suficientes cabos como para tener la certeza de que alguna de las clicas milanesas de la Mara Salvatrucha está detrás del asesinato. Maddalena y Enzo lo saben. Han tratado, de hecho, de informarse sobre las maras. Pero nunca han permitido que su dolor se dirija contra la sociedad que exportó a Milán el fenómeno, contra El Salvador o contra los salvadoreños. Todo lo contrario. Por eso ahora están en esta modesta pero acogedora iglesia de Ilobasco.

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Derek se fue bebé de Ilobasco y nunca regresó. Murió sin recuerdos propios de la ciudad ni del país. Sin embargo, Enzo y sobre todo Maddalena se sintieron en la obligación de respetar la extraña pero intensa relación de su hijo con El Salvador.

Siete meses después del asesinato, viajaron hasta Ilobasco. En ese viaje lograron el permiso del párroco de El Calvario para colocar la placa conmemorativa, algo mucho más complicado que lo que suena. La otra placa-lápida que hay en la iglesia honra a Bernardo Perdomo, alcalde en la segunda mitad del siglo XIX. hijo meritísimo, alguien que da nombre a calles y escuelas.

Un diente de Derek viajó desde Milán entonces, en febrero de 2014, y está detrás de la placa.

Maddalena y Enzo regresaron a El Salvador en febrero de 2017. Fue un viaje relámpago, de apenas unos días, para la inauguración simbólica –las obras aún no estaban finalizadas– de la construcción de una cancha de usos múltiples en el Instituto Nacional de Ilobasco, el INDI. Una donación.

Milán está a los pies de la cordillera de los Alpes, epicentro europeo del esquí. Hubo un tiempo en el que padre e hijo los fines de semana escapaban a esquiar. Como deporte peligroso que es, a Enzo se le ocurrió contratar un seguro médico por si ocurría algún accidente. Nunca tuvieron que hacer uso por la nieve, pero, tras el asesinato, supieron que el seguro era también un seguro de vida.

Maddalena y Enzo recuperaron ese dinero y convencieron a varios amigos italianos, que hicieron pequeños aportes. Quisieron dejar en Ilobasco, en memoria de Derek, una obra concreta y de impacto, algo más allá del simbolismo de la placa. Se apoyaron en Deidamia Morán, una de las lideresas de la comunidad salvadoreña en Milán. Buscaron el consulado salvadoreño en aquella ciudad, y el consulado canalizó hacia distintos ministerios. Entre todos eligieron el INDI, el instituto más concurrido de todo el departamento de Cabañas.

La donación fue de 22,000 dólares. Bien invertidos, han alcanzado para remodelar los servicios sanitarios de los estudiantes y para construir una cancha con todo y sus gradas, que podrá utilizarse también como salón multiusos. “Es un sueño hecho realidad”, les dijo Ronny Menjívar, el director del INDI, a los padres de Derek.

La inauguración fue el viernes 17 de febrero. Resultó un día tenso y largo y cansado para Enzo, pero sobre todo para Maddalena. Un día inolvidable. Ella fue quien tomó el micrófono y dijo aquello: “Toñito ha dimostrato che il popolo salvadoregno è un grande popolo”.

A Maddalena y a Enzo no les sobra el dinero. Y aunque les sobrara, no tendrían por qué donarlo en un país a 9,500 kilómetros de su hogar; un país que ni siquiera habían visitado antes del asesinato de su hijo; un país que engendró el fenómeno de las maras que se exportó a Milán.

—Su sonrisa no se ha apagado –dijo Maddalena, siempre en italiano, ante unos 200 adolescentes del INDI–, su sonrisa aún brilla en el corazón de todos los que lo quisieron, y ahora brilla también aquí. Toñito ahora es uno de ustedes, y su padre y yo lo imaginaremos siempre aquí, a un costado de esta cancha, animándolos. ¡Vivan, jóvenes, la vida que él no pudo vivir! ¡Y siéntanse orgullosos de tener un compatriota como él!

El discurso fue tan sentido que incluso a este periodista, que para tantas cosas se cree un témpano de hielo, se le escaparon las lágrimas.

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En esta iglesia de Ilobasco, casi mediodía, llora Maddalena y solloza Enzo. Llevan unos 20 minutos junto a la placa de Derek. Silencios alternados con recuerdos y lamentos.

Enzo se para y dice que es hora de irse. Antes de las 3 de la tarde tienen que estar en el instituto y aún hay que almorzar. Maddalena también se para y, como si sintiera que aún no lo ha dicho todo, baja la cabeza y se despide con una sentencia cargada de resignación: “Nos lo llevamos de El Salvador para darle una vida mejor, pero la muerte lo siguió hasta Italia. Parece que ese era su destino”.

Maddalena vuelve a llorar y se agacha para dar a Derek un último beso. Enzo besa los dedos de la mano y los estampa contra la foto sonriente. En menos de 72 horas tomarán el vuelo de regreso a Italia. Y en la iglesia de El Calvario, no muy lejos de la entrada principal, bajo una ventana, quedará anudado uno de los dos extremos del hilo invisible y mágico que une Ilobasco y Milán.

Dice el Instituto Nacional de Estadística que Toril tiene 16 habitantes. Una exageración, según María Isabel. “Ahora mismo, en el pueblo, somos cuatro”. No es una forma de hablar. Cuatro son los vecinos de Toril: Paulina, una mujer de 75 años apoyada en un bastón; María, que mira con desconfianza a los visitantes mientras se cierra su chaqueta negra; un chico con un perro marrón y que se niega a decir su nombre y la propia María Isabel, que tiene los ojos azules y la expresión arrugada. Están todos en la placita del pueblo. La treintena de casas marrones a sus espaldas están vacías, abandonadas. María Isabel, sentada en el borde de una fuente, estira las piernas y sonríe: “Habéis llegado al culico del mundo”.

Toril está en la zona más despoblada, más olvidada y más vacía de España. Catedráticos de la Universidad de Zaragoza han calificado a esta área como la Laponia española, una imaginaria región que abarcaría las provincias de Soria, Guadalajara, Teruel, Cuenca y la parte interior de Valencia. Y lo han hecho a través de la asociación Serranía Celtibérica, un proyecto que pretende evitar el completo abandono de esta zona y dotar de identidad a la España más olvidada. Hablamos de un área de 63.098,69 kilómetros cuadrados (dos veces Bélgica) que abarca 1.632 municipios, pero que sólo tiene 503.566 habitantes. Es decir: 7,98 habitantes por kilómetro cuadrado.

Dentro de la Laponia española, los Montes Universales, una zona montañosa situada en la frontera entre Cuenca y Teruel (donde está Toril), conforman el epicentro. Es como el quieto ojo del huracán que permite entender que, el sobrenombre de Laponia del sur, no es hiperbólico. Aquí, la densidad de población es menor que la de la región escandinava.

“¿Que somos menos que los esquimales? Madre mía…”. Mira María Isabel con cara de incredulidad. Pero los datos hablan: en los Montes Universales, que abarcan un territorio de más de 3.500 kilómetros cuadrados (más o menos, la provincia de Guipúzcoa) sólo viven 5.700 personas. Es decir, la densidad de población es de 1,63 habitantes por kilómetro cuadrado. En Lappi, la región más septentrional de Escandinavia, hay 1,87 habitantes por kilómetros cuadrado.

Y eso según los datos censales. El proyecto Serranía Celtibérica asegura que, tras un estudio pueblo a pueblo en los Montes Universales, la densidad de población real -contando sólo residentes- es de 0,98 habitantes por kilómetros cuadrado. Números similares a los de Siberia.

Lo curioso es que esta nada demográfica no se encuentra demasiado lejos -geográficamente- de los mayores núcleos de población de España. Toril, el pueblo con cuatro habitantes, está a 180 kilómetros de Valencia y a 270 kilómetros de Madrid. De la capital se da un salto casi directo al vacío. Una vez que se sale del área metropolitana madrileña, el paisaje muta a desértico sin transición. De la autovía se pasa a la carretera nacional y, de ella, a la comarcal, que se enreda en curvas con el asfalto sin pintar. Es la puerta de entrada a los Montes Universales.

Las casas desaparecen. Desde el pueblo de Huélamo, situado aproximadamente a la entrada de los Montes Universales, hasta Toril, transcurren 45 minutos en coche. En ellos, no nos cruzamos con ningún otro vehículo. Tampoco se ven casas. En todo el trayecto, sólo un pastor da una tregua a la soledad. Se llama Eloy y ha nacido en un pueblo cercano. Lleva viviendo aquí toda su vida. Apoyado en una vara de madera con sus ovejas tras él, aprovecha para hablar todo lo que puede y lo más rápido que puede. Como un chute de conversación. “Esto está muerto. Se despuebla muy rápido. No hay riqueza. La gente se va”. Una queja común en esta zona.

Cruzar la Laponia española es avanzar a través del silencio. Los únicos ruidos que lo interrumpen provienen de pájaros, cencerros de algún rebaño o árboles que se mecen al viento. Todo lo visible al horizonte son laderas arboladas, rocas y bosques. El paisaje está desprovisto de presencia humana. Los pueblos aparecen cada cierto tiempo, distantes unos de otros, pequeños y aislados, como si fueran check points. Más del 76% de las localidades de esta zona se consideran remotas: distan más de 45 minutos en coche de la ciudad más cercana.

La mayoría tienen entre 50 y 200 habitantes. Otros, como Toril, resisten agarrados a un hilo de vida. “Cuando yo era niña éramos bastantes. Había vida aquí, celebrábamos fiestas y había muchos niños”, recuerda María Isabel. “Ahora, mira…”. Y señala con la cabeza el pueblecito casi abandonado.

El vienes nevó en la zona y María Isabel y los demás, cuentan, estuvieron sin luz hasta el domingo. “Pasa un par de veces cada invierno, cuando nieva mucho. Nos quedamos aislados, con medio metro de nieve”. La ciudad más cercana a Toril es Teruel, que está a hora y media en coche. Es el tiempo que les separa del cine más cercano, del centro comercial más a mano o del taller más próximo.

La agonía de Toril comenzó cuando cerraron el colegio del pueblo. “Fue hace tiempo ya”, recuerda Paulina apoyada en su bastón. “Mi nieto Satur fue el último. Cuando cerraron el colegio por falta de niños, se tuvieron que ir del pueblo”. Hace 20 años que en Toril no ven un niño.

“Y jóvenes sólo quedo yo”, dice el chico con el perro. “Todos mis amigos y chavales de mi edad están viviendo en Catauña”. “¿Y tú? ¿Por qué no te vas?”. El chico se encoge de hombros.

Es un problema que se repite: la tasa de envejecimiento en esta zona es de las más altas de Europa. Se trata, según el proyecto Serranía Celtibérica, de una región que está biológicamente en extinción. “De aquí al hospital o al cementerio”, dice riendo Paulina. El 32% de los habitantes de los Montes Universales, según datos del INE, tienen más de 65 años. Sólo un 7% tiene menos de 15.

Siempre puede ser peor. El pueblo que está al lado de Toril, llamado Masegoso, se ha quedado vacío. Se alcanza Masegoso tras una bajada serpenteante que desemboca en una señal que parece nueva. También el pueblo está en buen estado. Pero no hay nadie. Sólo quietud, abandono y silencio. Hay ropa colgada llena de polvo, un arado oxidado que yace en el medio del pueblo, una camisa tirada en la hierba junto a una sartén y unos columpios para niños que se mecen despacio con la brisa. A Masegoso lo han dejado atrás.

Un grupo de gatos observa a los visitantes inesperados. El pueblo sólo tiene vecinos en verano, cuando es utilizado como segunda residencia por un puñado de antiguos vecinos.

Según datos de la Proyección de la Población de España en el período 2014-2064, llevada a cabo por el INE, vamos a perder, en España, un millón de habitantes en los próximos 15 años. Para la segunda mitad de siglo, según este mismo estudio, el porcentaje de mayores de 65 años será de casi el 40%. Masegoso bien podría ser un aviso presente de lo que le espera a la Laponia española futura.

Vivir aislado

Guadalaviar es uno de los pueblos más grandes de esta zona. Está a 25 minutos de Toril. Tiene 222 habitantes censados, 155 viviendo en el pueblo, 16 en paro, seis niños, cinco bares y un alcalde llamado Rufo Soriano Pérez. La localidad aparece repentina entre laderas, con casas amontonadas, un perro olisqueando la señal que indica el nombre del pueblo y una señora en silla de ruedas tomando el sol con gafas oscuras.

Rufo nos recibe en la placita del Ayuntamiento. “Hace años éramos 500 vecinos, pero se ha ido vaciando. La gente se va porque no hay trabajo. Antes había una fábrica, pero la cerraron”. Es un problema que comparten la mayoría de pueblos. Las fábricas aquí no son rentables, están muy alejadas de las autovías y la logística resulta demasiado cara. La ganadería y el turismo rural se han quedado como las únicas opciones. Y son insuficientes.

“La gente joven desaparece”, dice Rufo. “Se van a trabajar fuera y los que se quedan están a verlas venir”. Con la marcha de la gente joven también se esfuman los niños. Y cierran los colegios. “Nosotros mantenemos la escuela porque tenemos cinco niños, que es el requisito mínimo. Hay uno de 12 años, otro de 11 y tres de 4 años. Van todos juntos al colegio”.

Esther y Dámaso son los padres de Álvaro, uno de los cinco niños del pueblo. “Aquí los niños son felices. Se pasan el día jugando y se forman en la escuela. En las ciudades hay cierto prejuicio sobre cómo vivimos en los pueblos. Pero aquí los niños están a su aire, disfrutando”, dice Esther. Luego matiza: “A ver, te tiene que gustar este tipo de vida. Es una vida muy tranquila, muy sosegada”.

Tan tranquila que un solo día en Guadalaviar podría resultar desesperante para un urbanita acelerado. “Aquí no hay nada. Si quieres ir al cine o de compras o de copas te tienes que ir a Teruel, que está a una hora y media”, dice Rufo. “En invierno anochece pronto y la gente da un paseo, charla o echa la partida. No hay mucho más que hacer”.

Santiago Ferrández tiene 48 años. Nació y creció en Zaragoza, donde tuvo tres hijas y un empleo que, por estresante, llegó a afectar a su salud. “Decidí romper con todo”, cuenta. Se trasladó a Guadalaviar y ahora regenta uno de los bares del pueblo. “Cuando yo llegué aquí lo hice con una compañera y ella duró cuatro meses. No se adaptó. Era más joven y le costó mucho aclimatarse a esto”, cuenta Santi. “Vivir aquí puede ser duro. Aquí hay mucha soledad, estas muchas horas solo. Hay poca gente para hablar, casi no hay gente joven. Vives en un pueblo rodeado de montañas en el que no hay nada y donde no hay otra manera de salir que en coche. Eso te come. Tienes que tener claro a lo que vienes”.

La fruta, el pan y el médico

Al otro lado de la frontera, en la provincia de Cuenca, está Zafrilla, donde viven 50 personas. Llegar a Zafrilla es como llegar a un fuerte militar. La carretera desciende en curvas hacia el pueblecito. Se ve desde lejos y te ven llegar desde lejos.

En la plaza del Ayuntamiento, Pascual vende fruta desde su furgoneta. Viene dos veces por semana. Otras dos veces llega al pueblo otro vehículo con congelados y cada dos días, uno con pan. En Zafrilla no hay tiendas, así que los suministros básicos llegan cada semana en forma de furgonetas como la de Pascual.

Montse Pérez, de 48 años, espera en la cola para comprar naranjas. Cuenta que, en Zafrilla, al haber cuatro niños, no hay colegio y que, por ello, los pequeños tienen que desplazarse cada día media hora hasta un pueblo cercano. “Y ese colegio también va a cerrar, así que los padres están pensando en irse a vivir a Cuenca para que los niños estudien”, dice Montse.

Cuenta también que, en Zafrilla, no hay clínica médica ni farmacia. “El médico viene dos veces a la semana y si hay una emergencia tenemos helipuerto. El año pasado le dio un infarto a un vecino, pero, como no tenemos desfibrilador, no se pudo hacer nada”.

No queda gente joven en Zafrilla. Se fueron a Cuenca, que está a una hora y media. “La vida aquí no es fácil para ellos. Aquí hay mucha rutina. Te levantas, tomas un café en el bar, compras en el furgón que haya venido ese día, cocinas y trabajas algo en casa”, explica Montse. “Siempre ves a la misma gente. Para alguien de fuera esto es aburrido. Aquí hay más gatos que vecinos”.

María Mora escucha la explicación de Montse. Tiene 88 años y es otra de las vecinas de Zafrilla. Nos propone visitar su casa con una sonrisa y un pañuelo en la cabeza. Vive sola, aunque su hijo viaja cada fin de semana desde Barcelona para visitarla. En el salón tiene una estufa de leña y una pequeña televisión. “La veo por las noches”, dice sonriendo.

El único viaje que María ha hecho en su vida fue a Barcelona, hace ya muchos años. “Y hace tiempo que no salgo del pueblo. Para qué”.

Alrededor de Zafrilla, como alrededor de Guadalaviar, Toril y los demás pueblos de la Laponia española, no hay sino monte. Descampado hasta donde alcanza la vista. “¿El futuro?”, se pregunta Rufo, el alcalde de Guadalaviar. “Es un asunto muy serio. Lo veo mal. O cambian las cosas o esto se muere”. Montse coincide. “¿Quién va a montar aquí nada? Es inevitable que esto se vacíe de gente joven. Y cuando nuestra generación ya no esté, pues no va a haber relevo”. María Mora, apoyada en su bastón, escucha y replica. “Bueno, pues ya nos veremos todos en el cielo. Aunque seguro que allí hay más gente que aquí”.

Tiempo muerto

Publicado: 7 marzo 2017 en Verónica Ocvirk
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Son las once de la mañana. Andrea, paciente, llega al Hospital Italiano quince minutos antes de su consulta. Y se sienta a esperar. Ya esperó bastante a que llegara ese día, cerca de tres meses. El tema –dice- es que hay que llamar y llamar para que abran las agendas, porque solo dan turnos para los tres meses siguientes. El desafío es tratar de “entrar” ni bien eso ocurre, ya que los turnos se agotan enseguida y entonces hay que esperar otro mes más, hasta que vuelvan a abrirlos. Y así. Pero ahora ya está, ya consiguió su cita y 90 días después está sentada en la sala de espera. Piensa que es muy interesante el sistema que implementó el Italiano, con televisores donde aparecen el nombre del paciente, el número de consultorio al que debe ir y la hora a la que fue llamado. En la pantalla van quedando los registros, nueve o diez pacientes. Entonces Andrea se la pasa haciendo cálculos: cuál es el consultorio que llama más rápido, cuál no está llamando, cuando tiempo demoran por paciente. Pregunta cuánta gente tiene adelante y se pone a sacar cuentas, además de estar muy atenta a que no la salteen mientras saca raíces ahí en su silla. De pronto se le viene la imagen de las interminables esperas que hace años soportó en esa misma sala cuando sus tres hijas eran chicas. Tratando de entretenerlas para que no se desmadren. Llevándoles la merienda. Y atajando a la bebé, que gateaba y se arrastraba por todos lados. Qué estrés. El hecho de saber que tenía que ir a controlarles la ortodoncia, una cosa de cinco minutos para la que podía llegar a esperar hora y media, le provocaba tremendos nervios. Ahora que está sola se saca un capuchino de la máquina y trata de considerar a ese lapso como un parate. Siempre dentro del marco de lo posible, porque uno vive sin tiempo y corriendo por el laburo; el de ella ahora condensado en los correos y las llamadas perdidas que le caen cuando por fin logra salir, una hora y media más tarde, cuando el reloj marca ya las 13.30.

El relato de Andrea no tiene nada del otro mundo. Quienes son jóvenes y sanos tal vez no lo adviertan. Pero quienes sufren de cualquier afección grande o pequeña (o creen que la sufren, lo cual viene a ser casi lo mismo), o tienen a sus padres grandes, o son ellos mismos padres, seguro saben de lo que estamos hablando: hace décadas que enfermarse en la Argentina implica empezar a vivir una especie de vida aparte y no solamente por el dolor, el ardor, la molestia, la ansiedad, la falta de sueño, los nervios tensos. En ese mar que es la medicina la vida se ve de pronto sumergida en un calendario opresor en el cual hay que esperar para todo. Y así el paciente, con su relato y sus papeles, se convierte en alguien que está solo y espera. Espera en el teléfono para hacerse de un turno;espera semanas –en algunos casos meses- para que esa cita se concrete; espera al médico en la sala de espera (lo que constituiría la espera núcleo, la más básica); espera para tener la orden, para autorizar la orden, para que le vuelvan a redactar la orden; espera para hacerse el estudio y por el resultado del estudio; espera por el reintegro; y por la prótesis; espera por la historia clínica que tiene que adjuntar al expediente para que le cubran la práctica; espera por el informe de la radiografía; o por un medicamento que justo está en falta; espera en el laboratorio y también espera con fe, pero más que nada con incertidumbre, por la fecha de una cirugía.

No se trata solo de una cuestión de pobres; la clase media y los ricos también esperan. Claro que para los primeros es peor, porque los hospitales y centros de salud públicos no suelen dar turnos telefónicos y entonces el pobre tiene que acercarse hasta allí a las cinco de la mañana y hacer cola durante una, dos horas, a la intemperie. Luego,otras más bajo techo para recibir atención, o a veces, apenas, concretar una cita. Pero las clases medias y altas, aun con sus turnos, también se pasan horas y horas en unas salas probablemente más bonitas y cómodas, con láminas de Claude Monet enmarcadas, viejas revistas de chimentos y servicio de sparkling.

¿Por qué esperamos tanto? ¿qué respuestas tienen para dar la comunidad sanitaria y los propios médicos? Existe un término muy argentino para definir las esperas prolongadas: es “amansadora” y guarda también un matiz disciplinador, porque amansar es volver manso a un animal salvaje quitándole su bravura natural. Los significados y los sentimientos que se ponen en juego en el acto de esperar hacen pensar que detrás de una aparente cuestión de horarios asoma a la vez una lección de subordinación, una conexión fina entre espera y reverencia en la cual la propia palabra “paciente” puede resultar reveladora.

Con el brujo no

Son las cinco de la tarde y el médico ya debería estar atendiendo en su consultorio particular. En la minúscula sala de espera casi no quedan asientos disponibles. Unos y otros miran la hora, se miran entre ellos, miran hacia la puerta, alguno que otro resopla fuerte. Y en eso, uno se atreve, se levanta, se acerca a la secretaria y empieza a decirle que cuándo va a venir el médico, que lleva más de una hora ahí, que al fin y al cabo para qué dan turnos. Los demás aprueban en silencio. La secretaria encoge los hombros y explica que al doctor se le presentó una situación impostergable, que de todas formas está llegando. Al rato,efectivamente, llega, y en su paso hacia el consultorio intercambia una mirada con el que había increpado a la secretaria, a quien reconoce de consultas anteriores.

—¿Qué tal? -interpela.
—Muy bien, doctor, faltaba más, gracias por preguntar—dice el paciente.

Cualquier rastro de enojo ha mutado en pleitesía.

El sociólogo Javier Auyero analizó a fondo las filas de espera en diferentes dependencias del Estado, y se refiere a la manipulación del tiempo como una dimensión simbólica donde se produce una negociación de poderes, derechos y vulnerabilidades. “La dominación opera cuando unos se rinden ante el poder de otros y se vive como un tiempo de espera: esperar con ilusión primero y luego con impotencia que otros tomen decisiones para, en efecto, rendirse ante su autoridad”, se lee en su libro Pacientes del Estado.

Paciente es alguien que espera para ser atendido por un profesional de la salud y paciente se le dice, también, a quien tiene paciencia. Pero estas acepcionesno son tan diferentes. La misma persona que resopla en la cola del banco, o que reprende a los gritos a la gente del servicio técnico porque lleva tres cuartos de hora sin internet, se rinde ante el médico.

El Barómetro de la Deuda Social Argentina contabilizó en 2013 la cantidad de personas que dijeron haber esperado más de una hora para recibir atención sanitaria. El promedio del país fue el 45 por ciento, con diferencias entre Gran Buenos Aires (53 por ciento) y Ciudad de Buenos Aires (26 por ciento). Por otro lado, el trabajo Opinión de los usuarios de Salud en la Argentina, en el que Rodrigo Lugones y Federico Tobar presentan los resultados de un conjunto de estudios de opinión pública realizados entre 2011 y 2013, advierte que el 48 por ciento de los consultados esperaron al médico entre media hora y una hora y el 15 por ciento más de una hora. No obstante el estudio señala que los habitantes de este país suelen tener un alto nivel de satisfacción con respecto al sistema de salud en general, a su funcionamiento y a lo que juzga como la figura central del sistema de salud local: el médico argentino. “Mi tesis es que la gente no espera ser atendida en forma rápida”, explica Tobar, para quien la espera larga en los servicios de salud está más que naturalizada: está legitimada. “Es un requisito en la construcción social del paciente. El paciente tiene paciencia, el usuario no. Un usuario puede reclamar y con eso se perdería el contrato básico de nuestro modelo de salud, que es la asimetría de poder entre el médico y el sujeto de cuidados”. El paciente no sabe lo qué le pasa, ni qué le van a hacer, debe entregar su cuerpo y su voluntad a un grupo de profesionales y a una institución. En el momento que recibe atención sanitaria es confrontado con un conjunto de reglas de interacción. Algunas son explícitas (como el consentimiento informado que el individuo firma antes de un procedimiento que involucra cierto riesgo clínico), pero la mayoría de las veces esas reglas son tácitas. “La aceptación de esas reglas convierte al usuario en paciente”, marca el consultor internacional en salud e investigador del CIPPEC.

Para el experto en el ejercicio moderno de la medicina hay un modelo aceptado del médico como una eminencia despiadada y omnisapiente: es el arquetipo del Dr. House. Por eso los hospitales están llenos de médicos a los que les dicen House, porque es lo que todos quieren ser, un profesional reconocido por su amplísimo conocimiento y capacidad para diagnosticar y prescribir, pero que no tiene por qué rebajarse a la calidad de ser humano y dar explicaciones. La prueba más clara de eso –dice- es el sobreturno: “No existe ninguna otra práctica liberal moderna donde exista el sobreturno. Pedile a un abogado, a un contador, que te den unsobreturno. Sin embargo, los médicos no quieren ceder el turno. Eso sería peor a que les digan cómo tratar al paciente, porque el control del turno tiene que ver con el control de la práctica médica”.

En este punto las opiniones tienden a coincidir: los médicos son profesionales con tanta libertad que resultan inmanejables. Y como para contribuir aún más a ese agigantamiento, la sociedad les atribuye un poder similar al que antes se otorgaba a los sacerdotes o chamanes. Un médico puede no ser Maradona, Messi, ni Mick Jagger. Pero el reconocimiento que recibe a nivel micro es impresionante.

Apaguen los relojes

¿Por qué los hospitales públicos no funcionan a la tarde? Según Hugo Spinelli, médico y Director del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, una buena parte de los profesionales que tienen que cumplir ocho horas diarias llega a las nueve de la mañana y se va a las dos horas. Y el director puede poner turno tarde, pero los médicos no irían: es imposible hacerles cumplir el horario. “Si vos sos dueño de un cine – explica-tenés todo como un relojito y si querés hasta lo podés controlar desde Miami. Pero en un hospital esa idea que tenemos de una pirámide conducida desde arriba no funciona. De acuerdo a Spinelli la práctica médica se mueve por fuera de lo que es el modelo industrial y entonces el poder no está en la cúpula, sino en la base. “El médico es el shamán de la tribu, el que tiene el poder. Entonces, ¿cómo se cambia esa correlación de poder? ¿Empoderando a la gente? Sí, pero solo en parte, porque la gente le teme al brujo de la tribu. Si pensamos el problema con una lógica industrial, fallamos. La propia naturaleza del juego y la autoridad que se les concede a los profesionales de la salud hacen que la pirámide clásica mute”, reflexiona.

El profesor de Economía de Princeton Alan Krueger narraba hace un tiempo en el New York Times que un amigo suyo, tras aguardar al médico más de una hora, se plantó frente al doctor y le presentó una factura por el tiempo que había perdido. Krueger argumentaba que el tiempo invertido en las salas de espera debería ser calculado de acuerdo al costo de oportunidad e imputado luego al gasto total del sistema sanitario.

Lo que a Krueger se le pasó por alto es que la asignación de una duración a las consultas médicas es siempre imperfecta. No es como un turno de peluquería en el cual minutos más, minutos menos, se puede estimar cuánto va a durar.

Es cierto que gran parte de la sociedad funciona sobre la base de una impronta industrial de tiempos, de regularidad y productividad. Pero en medicina el trabajo bien hecho es artesanal. Nunca se sabe cuánto puede durar una consulta, ni si es grave lo que el paciente padece, o si este es introvertido, tartamudo o hipocondríaco. Se trata de un juego abierto, fortuito y atravesado por cuestiones tan pesadas como la vida, la muerte, el dolor, la angustia de la enfermedad. Algo que con el peluquero, evidentemente, no pasa.

Carla sufrió hace un tiempo de síndrome de ojo seco y la pasó bastante mal, no solo por la molestia del caso sino porque dio muchas vueltas por muchos consultorios donde nadie terminaba de saber que le pasaba, y mucho menos cómo podía mejorar. Las esperas se volvieron interminables, y como tenía los ojos adoloridos no leía, no usaba el teléfono; Carla no hacía más que esperar. Además los turnos con los especialistas podían demorar hasta seis meses mientras se sentía tan sola luchando con todo eso que le pasaba, y encima con la burocracia. Hoy está convencida de que uno debe buscar respuestas hasta que encontrar un profesional que además de tener el conocimiento, muestre también la calidez suficiente como para manejar situaciones así. Como ese oftalmólogo que la tranquilizaba y hasta llegó a abrazarla una vez que rompió en llanto.

El producto de la medicina no es tangible: es la palabra, que construye realidades con solo hablar. “El médico dice algo y el paciente se puede reír, angustiarse, saber que le queda una semana de vida o que está sano. ¿Y qué hizo como trabajador? Habló. Por eso también los profesionales de la salud son tan difíciles de manejar y controlar. Es muy fácil mentir. Y entonces hay que dar un acto de fe, incluso entre pares”, advierte Spinelli. Y concluye: “Por supuesto que debemos condenar el abuso que el médico hace de ese tiempo imponderable y de esa enorme libertad. Pero tampoco alcanza con poner un reloj. No se trata de eso”.

La soledad del paciente

Las esperas –decíamos- no son todas equivalentes. Recorrer el Hospital Fernández de Buenos Aires por la mañana permite formarse una idea bastante acabada de cómo es esa espera para quienes no acceden a una obra social o prepaga: gente por todos lados, poco personal a quien preguntarle algo, muletas, sillas de ruedas y cantidad de niños en un lugar triste, gris y no demasiado limpio. Algunos miran las pantallas con TN, muchos bostezan, otros conversan sobre enfermedades, uno va lentamente quedándose dormido. Donde más se advierte el contraste con las clínicas privadas es en las salas de espera de pediatría. Claro que también están abarrotadas de chicos, pero además de climatizadas y limpias las privadas suelen estar pintadas de colores, tienen mesitas y sillas de tamaño infantil y una serie de juegos como para que el tiempo de espera sea un poco más llevadero.

“Las esperas difieren de acuerdo al subsector: prepagas, obras sociales y sector público. Difieren en cantidad de tiempo y calidad. Pero todos esperan, lo que pone de manifiesto lo que llamamos barreras de acceso de tipo administrativo, además de las financieras, geográficas y culturales, lo cual termina produciendo que llegar a una atención oportuna y sin padecimientos, más allá de los propios de cada patología, sea casi un milagro”, dice Gabriela Hamilton, magister en Sistemas de Salud y Seguridad Social y Profesora de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Según explica, en algún momento los servicios de salud dejaron de pertenecer a los pacientes: “Los trabajadores de la salud nos apropiamos de ellos atendiendo en el horario que nos conviene, así los hospitales están atestados por la mañana y completamente vacíos a la tarde y la noche, cuando solo funcionan las guardias”. Tanto pobres como ricos, cuando son pacientes, se encuentran bastante solos. Unos peregrinando por hospitales y salitas, otros recorriendo sin demasiadas guías a los profesionales que le ofrecen sus enormes cartillas de especialistas.

Algunos países tienden hacia un modelo de cuidados continuos e integrales. Cuando se logra que el cuidado del paciente sea permanente y no episódico, y cuando la responsabilidad por ese cuidado no está fragmentada sino que es integrada, se rompe en parte con esa asimetría de poder, porque la persona tiene entonces un médico de confianza.Un médico que conoce a su paciente es capaz de conversar con él, y es fundamental porque el vínculo producido a partir del diálogo puede reducir estudios, medicamentos, interconsultas con especialistas y por supuesto: también esperas. El profesional podría resolver temas menores por teléfono y no por evadir la consulta, sino todo lo contrario: porque conoce a su paciente, su historia, a su familia, incluso su casa. ¿Qué médico va hoy a la casa de las personas a las que atiende?

Según Tobar, Buenos Aires tiene más médicos, más camas hospitalarias, más resonadores y más tomógrafos que cualquier otra ciudad de todo el continente. Lo que hace falta es compromiso de modificar el modelo de atención, y a partir de ahí modificar el modelo de gestión. Reconoce que para eso a los médicos hay que pagarles de otra forma, asignarles población y combatir el pluriempleo. Un día habitual en la vida de un médico puede llegar a ser un intrincado tetris de atención de consultas externas en el hospital, la guardia, incluso guardias en ambulancias, y los pacientes particulares de aquí y de allá. Eso también provoca que sea usual que lleguen a tarde.

Mientras los minutos pasan entre la ansiedad, la paciencia y esa entrega que es a la vez un poco ingenua y un poco ciega, en esa suerte de rendición provocada por la gran necesidad de algo de alivio, se van tejiendo significados. La espera en los sistemas de salud sigue generando preguntas que convierten a ese tiempo muerto a un tiempo de control social y también de esperanza. En cada clase, y cada edad, la espera parecería ser algo naturalizado, que se da por sentado aunque en ese camino haya miedos, haya angustia y soledad, y una de las tantas falencias del sistema de salu